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Compa, sírvase un tinto sin hielo

Autor: Juan Carlos Ortiz Torres

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A aquel que se atreva a sostener que hacer hielo no es el invento más complejo, irremplazable y sublime de la humanidad, le hace falta viajar por Colombia. Gabriel García Márquez defiende esta idea recreando una escena en Macondo: “(…) pagó [José Arcadio Buendía] otros cinco reales, y con la mano puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó: este es el gran invento de nuestro tiempo”. Pero es normal, amigo lector, que no identifiquemos el valor de este artificio.

  • Familia –nos saludó Fabio, un indígena Kurripako que dominaba medianamente el castellano–, bienvenidos a la comunidad Indígena La Ceiba. Acompáñenme a dejar sus maletas para que se puedan instalar. 

A nuestras espaldas dejábamos la pequeña lancha rápida que, durante dos horas, nos llevó a buen puerto en complicidad de la luz de la luna y la pasividad del río Guainía. Mi percepción de la realidad aún seguía siendo capitalina: la norma establece que hasta las 6 de la tarde se puede navegar, pero en la Colombia realista se entiende que, si uno sale antes de dicha hora, puede seguir navegando hasta atracar, pues la luna algo guía. Hasta el final de mi experiencia en el Guainía no comprendería que, nuevamente, me encontraba en un pequeño país dentro de la heteróclita Colombia, en donde Bogotá y las grandes ciudades no son más que un cruel maquillaje de un país donde lo menos se siente como lo más. 

Acercamos todos unas sillas afuera de la casa, en donde guindaríamos más tarde nuestras hamacas. Mezclando el sabor de un tinto preparado en hoguera de leña y el de un Piel Roja, nos sentamos a escuchar a Fabio.

  • En la comunidad La Ceiba convivimos Puinaves, Kurripaco, algunos Kubeos y otros Tucanos que llegaron de Vaupés por la evangelización. Yo soy desplazado del Guainía alto –dijo en un español menos fluido–. Allá tuve que salir corriendo de los grupos armados. 
  • Compa, pero, ¿entonces no hay mucha presencia del Estado por acá? –Pregunté, temiendo un poco la respuesta.
  • No mucho, si le digo la verdad. Si los militares pasan por el río es pa’ ir a ver cómo está la vaina por allá abajo con los jefes de la minería y la guerrilla. Allá uno no va mucho.
  • Venga, y explíqueme otra vaina, ¿cómo funciona el tema de los subsidios del Gobierno? ¿Cada cuánto los solicitan? –Pregunté, imaginando que recibiría la misma respuesta martirizada que he recibido en otras partes de Colombia.
  • Pues nosotros hacemos proyectos para pedirlos y siempre nos los dan. Con todo lo de la apicultura esta de las abejas sin aguijón, el Gobierno nos ha ayudado… con poco, pero sí hemos recibido ayuda. Los que sí nos han colaborado con conocimiento son unas universidades privadas que nos ha ayudado a conectar el profe Fernando. –dijo, haciendo referencia al hombre que contactamos para lograr la expedición, quien tiene una fundación especial de sostenibilidad de comunidades indígenas y turismo.
  • ¿Conocimiento? Pero, espere, ¿y lo mínimo como luz, agua potable, señal de celular? ¿No aparecen?
  • Pues mire –dijo con humildad–, acá vinieron hace unos cinco años a colocar esa torre que supuestamente iba a dar internet, pero funcionó solo una semana y ahí quedó. Allá nos subimos a hacer llamadas, porque es donde podemos llamar a Inírida. Cada comunidad tiene su planta eléctrica. En El Remanso la prenden para ver los partidos de la Champions, los de la Selección Colombia, y a veces en ocasiones especiales. Acá tenemos un televisor de pilas entonces no necesitamos prender la planta.
  • ¿Cómo así? ¿Usted se sube hasta allá arriba para hacer llamadas? ¿Cuánto mide esa torre?
  • Esa debe estar por los 35 metros. Ahorita, mientras ustedes llegaban, me subí para saber si estaban cerca. Eso ahí no pasa nada.

Nuestra conversación se vio interrumpida cuando la mamá de Fabio (que no habla español, sino Curripaco) nos llamó a comer. Al terminar, el cansancio se manifestó fuertemente, pues llevábamos un día de travesía y asombros mientras conocíamos lo que, para mí, ahora, es un pequeño país. No resistí pensar que las personas de La Ceiba arriesgaban su vida cada vez que necesitaban hacer una llamada telefónica; que hace cinco años llegaron unos funcionarios a prometer internet, pero que abandonaron la antena a su suerte, probablemente, con conocimiento del hecho que esta dejaría de funcionar en breves momentos; que hace un año llegaron personas a instalar postes de luz, que hace nueve meses los cablearon, que hace cinco meses enroscaron los bombillos, que hace dos meses ya contaban con los watthorímetros, y que, en el 2020, todavía no tenían luz.

Pensé en qué podía hacer yo para mejorar la calidad de vida de estas personas que, con tanta hospitalidad, nos recibían. Tal vez, podría crear una imagen contando lo que está pasando y difundirla en redes sociales, pero no; demostrado está que esto no hace más que crear farándula, sembrar hipocresía, y permitir que el olvido reine en situaciones que reclaman acciones reales y certeras. Por ejemplo: ¿dónde está toda esa gente que salió a publicar, orgullosamente, una foto de su Amazonía colombiana quemándose? ¿Estarán regocijándose en sus ciudades grandes por haber quedado “bien” ante sus seguidores, mientras que el problema se encuentra peor que antes? Se me ocurrió, también, presentar Derechos de Petición, Acciones de Tutela, entre otros instrumentos constitucionales de protección de derechos… pero, como bien es sabido, la justicia en este país es coja y, muchas veces, no tan ciega como parece.

Fue entonces cuando me detuve a analizar las respuestas de mi nuevo amigo Fabio, y logré identificar que en ninguna de ellas presentó lamentos, quejas o alguna intención de querer que el Estado se manifestara económicamente.  Comprendí que, en este amplio departamento de la patria, se era feliz con lo que para nosotros, desde el ojo del colonizador, es lo mínimo y que, tal vez, mi forma de ayudar no debía ser mostrarles cómo la vida podía ser más fácil según mi visión capitalina, pues esto tendría un impacto etnológico negativo: algunas comunidades indígenas de, por ejemplo, la Sierra, el Cauca o la Guajira, se concentran en los subsidios para lograr una vida urbana. Entendí que mi único aporte valioso era no hacer nada: ¿por qué intentar cambiarlos? ¿Para qué mostrarles una vida fuera de la selva, donde creamos nociones con el fin de vender ideas que son, realmente, inexistentes para ellos, como la salud mental, la riqueza económica y las reuniones de padres cada seis meses en los colegios a las 7 de la mañana? Hay quien dirá que es inhumano que no cuenten con servicio de luz las 24 horas del día, pero, realmente, ¿para qué energía las 24 horas, en un lugar en el que se vive y se disfruta de la Selva, si esto nos hace olvidar que el hielo es, y será siempre, el invento más complejo, irremplazable y sublime de la humanidad? 
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