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De los victimarios (en)tre nosotros

Autor: María Daniela Delgado 
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El viernes 29 nos despertamos a padecer, como se ha vuelto costumbre en Colombia: Jesús Cáceres, un bumangués de 20 años, había golpeado a María Alejandra Hernández, su exnovia, hasta que ella escapó de un posible peor desenlace. Días atrás, el 24 del mismo mes, José Alejandro Ortega Ortiz, de 70 años, estalló una botella de vidrio en la frente de Diana Carreño. Esa semana, Bucaramanga no se encontraba ya a 959 m s. n. m., sino mucho más alta: costaba respirar de la indignación, de la rabia, de imaginarnos el dolor de nuestras amigas —así no las conociéramos—, y, también, del miedo siempre patente de saber que podríamos ser las siguientes.

María Alejandra dio a conocer su experiencia a través de Instagram, y muchos atendimos el llamado a la difusión: escrache al macho. La movilización en redes parecía ser vaticinio de estar, mujeres y hombres bumangueses, construyendo una sociedad intolerante a la violencia de género o, al menos, de haber consentido implícitamente en aliarnos para ello. El aire se sintió menos denso.

Aunque reconozco imposible imaginar el dolor de María Alejandra y de su familia, sí me consta que la ciudad entera se estremeció; que los compañeros de colegio del agresor lo repudiamos en voz alta; revelamos su cara en redes sociales y lo condenamos al no-olvido. Nos perturbaba el pensamiento de haber compartido la niñez, la adolescencia, una amistad, fiestas, paseos o un salón de clase con alguien así. Pese a un par de “la verdad es que no me sorprende”, subsistía una especie de escepticismo… ¿Cómo es posible que uno de nosotros haya sido capaz de semejante atrocidad? Por otro lado, muchas palabras parecían apropiadas para calificar al agresor: algunos aseguraban que estaba loco, que no era posible agredir a una mujer estando cuerdo; otros, se valieron de la deshumanización —a veces consciente, pero la mayoría de veces no—, que implica calificar personas como “animales” o “monstruos”. Se aplicó, rigurosamente, la cultura de la cancelación.

Los días pasaron, y la ilusión de abanderar una causa común empezó a ceder. Un sinsabor generalizado se abría paso: ¿ahora qué?, ¿sirvió de algo? Y, entonces, vino el necesario reproche: ¿cuántos de los que subimos una historia a Instagram nos hemos interesado en saber sobre María Alejandra y su proceso, tanto personal como judicial? ¿Quiénes se han comprometido a permanecer en constante autoexamen de sus conductas machistas? ¿Alguien, en realidad, ha modificado comportamientos violentos contra las mujeres?

No me malinterpreten: creo en el castigo social y en el uso de nuestras redes para visibilizar las luchas que nos conmueven; creo que la decisión de María Alejandra, o de cualquier otra mujer, de denunciar públicamente a su agresor es legítima. Creo, también, que este tipo de protesta social no riñe con el Derecho, ni con derechos constitucionales como el debido proceso —que, en coyunturas así, muchos hombres invocan atrevidamente para defender la violencia de sus amigos, la cual conciben como simples errores, “caídas” (pero esto será objeto, tal vez, de otro artículo)—. Sin embargo, creo que, en esta oportunidad, nos hemos quedado cortos: desde hace 3 semanas venimos pecando por acción y por omisión. Por acción: no estoy de acuerdo con patologizar, ni deshumanizar a quienes maltratan mujeres; por omisión y como consecuencia de lo anterior, nos acuso de no desarrollar un interés real en contribuir a reparar a quien sufrió la agresión en carne propia, ni la suficiente introspección que se colegiría de lograr identificar el talante cultural y sistemático que caracteriza la violencia de género. 

En primer lugar, considero que patologizar a estos agresores tiene, principalmente, dos consecuencias negativas: por un lado, se recrudece el estigma infundado de que quienes padecen enfermedades mentales son necesariamente violentos; por otro, se exonera de responsabilidad a quien ha cometido una acción reprobable, pero, en realidad, ha ejercido su libertad plenamente. Esta última entorpece lograr un diagnóstico del problema y dar con su respectivo tratamiento: estaremos fallando en reconocer la intrincada red de factores sociales que da origen a los comportamientos machistas y, por ende, abordando la violencia de género desde una perspectiva individual, reduccionista. Charles. H. Anderson, en “Genocide: Perspectives from the Social Sciences”, explica que las primeras tesis sobre el origen de los genocidios sugerían erróneamente que los perpetradores de estos crímenes sufrían psicopatologías (estaban “locos”) o poseían personalidades corrompidas (eran “malos”). Además, que la cantidad de genocidios ocurridos en la historia de la humanidad no se compadece con el número de personas que padecen enfermedades mentales, pues, en realidad, son muy pocas. 

Creo, entonces, que debemos abstenernos de graduar a los criminales de “locos” o “enfermos”, pues vemos que ni siquiera la mayoría de autores de los más espeluznantes crímenes cometidos caben en dichas categorías. Esto debería sugerirnos una que otra cosa, ¿no? Ahora, no pretendo equiparar la violencia de género con el Holocausto (a quien me reduzca de esa forma: no sea perezoso). Sí creo, en su lugar, que estos hallazgos de las ciencias sociales arrojan luz sobre la problemática que examinamos, en la que determinados sujetos amenazan la vida de un grupo de personas y se suele relacionar a aquellos con afecciones psicológicas y psiquiátricas.

Por otro lado, deshumanizar no solo es erróneo —porque lleva a exonerar de responsabilidad al deshumanizado—, sino peligroso. La lógica clásica, en este caso, puede ser útil para ilustrar mi punto: solo los seres humanos gozan de dignidad humana; los criminales son monstruos, y los monstruos no son seres humanos; entonces, los criminales no gozan de dicha dignidad. Estas apreciaciones, en mi opinión, avalan comportamientos como la toma de justicia por mano propia como, por ejemplo, decidir cortarle la mano a un presunto ladrón, lo cual ocurrió, ayer, en Cali.

Así es como lo anterior nos ha llevado a adoptar una actitud eminentemente retribucionista, enfocada en el castigo al victimario, en encontrar formas de crucificarlo, execrarlo y hacerlo pagar. Creo que, en ello, perdemos de vista lo que realmente nos corresponde como sociedad: adueñarnos de los escenarios de prevención y liderarlos, revisarnos, pensar y comprometernos con el cambio. Creo que, sobre todo, nos corresponde rodear a las víctimas, acompañar sus procesos y preguntar para saber, entender y nunca más propiciar espacios inseguros para ellas. Estamos fallando en aplicar a nuestra búsqueda de la justicia lo que tanto reclamamos de las instituciones: un enfoque restaurativo desde y hacia las víctimas.

Finalmente, considero apenas natural buscar desmarcarse de personas que, creemos, encarnan algunos de los antivalores que más rechazamos (la violencia, el odio, la misoginia) pero, aunque aterrador, no puedo dejar de revelar el corolario de abordar la violencia de género desde una perspectiva cultural: asumir que cada uno de nosotros, como parte de una sociedad —tengamos 20, 70 años o los que sea; vivamos en La Victoria, Ruitoque, o donde sea—, reproducimos comportamientos machistas y legitimamos el iceberg de la violencia de género de una u otra manera. Y no, esto no conduce a desresponsabilizar al agresor: al contrario, lo dota de la posibilidad de ejercer su racionalidad para participar activamente en la reparación que la víctima y la sociedad le reclaman; a todos los demás, nos invita a examinarnos con lupa y contribuir a que se respire un aire cada vez más ligero.

A María Alejandra Hernández, a Diana Carreño y a todas las mujeres que han sufrido violencia de género: no están solas. Nunca.

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