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Dos siluetas, unas cuantas balas y una mojarra

Autor: Sebastián Hoyos H. 

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El cuchillo se deslizaba hacia abajo, danzante entre el oxidado casco sobre el cual transitaba milagrosamente aquella vieja lancha sobre la inmensidad del Darién, mientras su bailoteo acababa fielmente con una característica cruz en la mitad. Ahora solo era una más, entre el extenso papiro metálico, yacente de extremidad en extremidad, cuyo rumbo era determinado por la fiel mano de Don Chepe. Viejo mástil, condenado navegante y sabia brújula dictaminada por el río mismo desde que la linterna del temible Rambo lo encontró escondido en la maleza de Nueva Florencia mientras sus hombres despellejaban y mataban, a cual antojo y merced, de aquí para allá. 
Entre su deteriorado camuflado y el helado resoplido entrometido en los orificios de sus botas de caucho, Rambo observaba con detalle cada extremidad de la línea que acababa de esbozar. Después de todo, su detalle es lo que refleja lo acontecido. Con esta eran 138 las cabezas que hubieron de rodar mientras su cuchillo hizo danzar. ¿O eran 137? Porque, después de todo, no recordaba ya si aquel viejo guerrillero del Inírida, arrugado sapo entre los montes y supuesto palenquero, había perecido ante su delicada hoja. 
Ante la lejanía de su filo se posaba, en medio de un espléndido atardecer costero, lo que en principio parecía ser una rústica canoa pesquera sobre la que una extensa malla se extendía hasta sumergirse a más no poder. Ante el ensordecedor eco del motor guiado por Don Chepe, una de las dos siluetas que yacían enmarcadas sobre el navío desaparecía entre el cálido susurro de un fuerte resplandor. La otra, firme en la inmensidad de la dorada Ciénaga, agitaba a más no poder su mano en lo que parecía ser un movimiento de arriba a abajo. Rambo miró a aquel viejo lanchero, entre el chocar de la brisa que anunciaba el nuevo anochecer, en busca de alguna explicación que le diese sentido a aquellos indescifrables gestos. Sin embargo, sólo el retumbar del motor hubo de recibir de vuelta. 
Ante la vorágine de lo inexplicable, Rambo ordenaba al veterano motorista detener la embarcación mientras su rifle había de desenfundar. La bala estaba lista para sentenciar, entre el estallido y el resoplar, a cualquier maleficio que se dispusiese a aparecer. Y, para lamento eterno de aquella sombra en el luminoso sendero, era ella la única forma de enemigo que el combatiente pudo ver. Los alaridos amenazantes de Rambo no hubieron de esperar, mientras la firmeza de su amada compañera deslumbraba un brillo tan espléndido que hasta su fatal mortalidad tuvo que mostrar. A pesar de situarse entre el filo de la navaja, la sombra se mantenía firme en la lejanía, repitiendo la misma secuencia de gestos prácticamente jeroglíficos. Su acompañante, por otro lado, seguía sin dar señal alguna de vida. 
¿Acaso no tenía miedo de morir? ¿Acaso el rifle no anunciaba ya el peligro que representaba el legendario combatiente? Las incógnitas que tomaban forma entre el cantar del silencio sepultaban aún más la dureza de lo que ahora era un desconocido Rambo. El rifle tomaba el peso cual pila de cuerpos. Sus hombros, los pilares sobre los que caía ahora el bastión de un legado en decadencia. ¿Era miedo, acaso, lo que sentía escabullirse en el camuflado? Pero, ¿ante qué? ¿Era, acaso, la firmeza de la sombra ante el peligro aquello que lo ponía contra la espada y la pared?, ¿o sería la impredecible cita que la muerte ahora le había de tender entre un soleado atardecer? Así que, ante la duda, el gatillo resonó cual tambor de guerra, mientras la sombra caía en la oscuridad naciente de una nueva luna ardiente. Cuando su luz de relevo posó, solo estaba la canoa sobre el borde del horizonte. 
Rambo sentía cómo su legado volvía a surgir, cual ave fénix por el desierto somnoliento, entre el interminable balanceo de la oscura marea que lo arrullaba. Don Chepe miraba aterrado hacia el timón, buscando en él refugio o rezo alguno, sin siquiera atreverse a levantar la mirada al frente para revisar si, realmente, era verdad la crueldad que acababa de escuchar. Ahora, Rambo extendía nuevamente, no sin antes limpiar con suma delicadeza la cálida cabina de su amado rifle, el corte de su fiel pincel. Dos nuevas líneas surgían entre el chillido del filo y el metal. Entonces, serían, contando la de aquel viejo sapo, 140 las cabezas las que hubieron de rodar. “Una cifra redonda”, pensaba Rambo mientras las cruces tallaba finamente de línea en línea. 
La frialdad de la tumba ahora parecía desvanecerse y alejarse eternamente conforme Rambo se sometía al confortante abrigo del danzar de la luna y las estrellas. La marea sumada a la oscuridad que sometía al Darién conformaban un cocuyo placentero sobre el cual ahora reposaba plenamente suspendido, entre jadeos de sueño, el pensar de lo que fue un aterrado camuflado. 
De repente, la marea se transformó en el canto de una estampida que se aproximaba sin igual velocidad. El retumbar de la Ciénaga ahora se precipitaba sobre el sueño de Rambo, quien estuvo a punto de ceder por completo ante el sueño hasta que el navío entero se tambalease de un lado para el otro. Rambo divisaba plenamente la nada, bien sapiente de que el peso de su legado estaría próximo a sucumbir ante sus pies. Pero, si había de ser así, bien fuera a mano de la guerrilla comunista o del traicionero Estado, sabía con certeza que caería con su arma en mano, de disparo en disparo, hasta que el mismísimo Cristo le diese buen visto por semejante cristianismo. La caída de un mártir, grandilocuente caballero de la justa causa evangélica, no sin antes sumar unas cuantas cabezas a su divinizado listado. Habrían de caer cincuenta más si hacía falta. 
Pero, mucho antes de que siquiera el seguro pudiese quitar, un ahogo sin comparación hubo de sofocar su determinada resistencia. Su garganta se había transformado en la furia del propio Lucifer. Sentía, entre gritos de dolor y lamentos de incomprensión, como iba siendo rápida y ágilmente cortado desde su interior. Y, mucho antes de que pudiese decir adiós, con la caída de su bello rifle, en el bote cayó cual pescado degollado. 
Solo Don Chepe pudo ver, fascinado, sin comprender exactamente lo que había pasado, cómo una mojarra salía turbulentamente de entre la garganta de a quien una vez vio con terror. Ante el hecho, solo una carcajada soltó, mientras con un fuerte arranque el motor arrancó.

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