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El arte de la violencia

Autor: Sara Castillejo
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    “¿Por qué todas esas personas están acostadas, mamá?” le preguntaba María a su mamá mientras pasaban por una fosa común cerca al río Yarí yendo a su casa. “¿Ves esa paloma?¿Qué tiene en el pico? Me gustan esas manchas rojas, lo hace ver espontáneo.”

Estaba en agonía, esta idea lo estaba volviendo loco. Hacía tiempo que estaban empezando a tener problemas con don Daniel y odiaba ver a sus papás así de preocupados. Cada noche los escuchaba hablar, tenían miedo. El problema es que nunca se había puesto a pensar tanto y ahora podía durar horas. Se estaba volviendo loco, no sabía qué hacer.

El día que me levantaron estaba plagado de incertidumbre y sin ganas de seguir; supe que era el día. No tenía apetito, ni siquiera pude recibir los huevos pericos de doña Mercedes. Me sentía incapaz. Poco tiempo después, mientras acompañaba al escuadrón a terminar su desayuno, empezó a sonar una canción. No la recuerdo, pero decía algo como, “…lloran antes de morir”. De cierta manera me produjo una sensación de desasosiego, tuve que levantarme e ir al baño enseguida. Al llegar al baño, me miré al espejo, me empapé la cara una y otra vez con cocas de agua que formaba con mis manos. Me sequé la cara y dije “no estoy listo”.

Hacía cinco años que él y su familia se habían mudado a San Vicente del Caguán, en Caquetá. Lo hicieron porque habían surgido unos problemas económicos en su antigua casa. Sin duda, era algo riesgoso pero no tenían más opción y les ilusionaba la idea de estar junto con la familia de Marta, la mamá. Fue duro para él tener que crecer en ese ambiente despiadado. Pero, al cabo de dos años, se había acostumbrado a ver cuerpos muertos en algunas veredas caminando hacia su casa. Aunque era usual verlos por miles, siempre le generaba un nudo en la garganta. Cada noche se preguntaba: “¿y si ese fuera yo?¿O Alguien que quiero? Cualquier persona”, se le ponía la piel de gallina. Pasaba la noche en vela.

Sabía que lo tenía que hacer, no quería ver a su familia como veía aquellos cuerpos en las veredas. Era incierto lo que le podía pasar, pero permanecía con la esperanza de que no saldría mal.

Siempre tuve respeto por el gremio militar... Aunque, más allá de respeto, admiración. Por eso terminé allá. Nos llevaban a distintos sectores del país para vigilar, escuchar y actuar. Desde hacía seis meses nos habían mandado al río Yarí para quedarnos un tiempo, aunque nunca supe por qué.

Un día, Raúl se encontró con la presencia de don Daniel, el cobrador. Había llegado como si nada, creyéndose dueño de todo. Andaba con una cara maleante, siempre con una mano en su revólver debajo del cinturón. Era como si anticipara acciones que lo pusieran en peligro, aunque no estaba del todo mal. Al fin y al cabo, todos en el municipio lo preferirían ver muerto; lamentablemente, era un ser humano intocable. Venía a cobrar la mensualidad. Esta no era de la casa, un transporte o algún servicio, era la mensualidad que les daba el derecho a vivir. “¿En qué mundo vive?”, se preguntaba Raúl cada vez que él venía. 

Desde hacía rato las cosas se estaban poniendo raras. Nos daban órdenes sin razón. A nuestro escuadrón lo mandaban por la noche a recoger paquetes, a dejar otros y así. Pero al parecer, yo era el único que notaba que algo estaba distinto. 

Raúl podía ver desde la ventana del cuarto de sus papás cómo se aproximaba Chincha, el mensajero y guardaespaldas de don Daniel. Estas no eran buenas noticias, si don Daniel no iba personalmente a cobrar la mensualidad, algo malo estaba pasando. Chincha le advirtió a sus papás que ya llevaban tres meses sin pagar la mensualidad y que su jefe estaba mamado. Si no cumplían o buscaban soluciones hasta el último día de la semana, habría consecuencias. Apenas logró escuchar eso, se le paralizó el corazón. Era más la rabia que el miedo, pues odiaba ver a su familia en esa situación, pero nunca decía nada al respecto. Se mantenía callado la mayoría del tiempo; era un niño de pocas palabras. 

Ese día me volví loco. Después de desayunar, nos llevaron a un potrero a unas dos horas del río Yarí sin decirnos qué estaba pasando. Al principio no sospechaba casi nada pues parecía una ronda habitual. Después nos amenazaron. Nada de lo que podía pasar en ese potrero podía salir a la luz, de lo contrario, matarían al sapo y a sus familias. Hablaron de unas cuentas que se tenían que arreglar y, si todo salía bien, nos darían una recompensa. Entre miradas y gestos de mis compañeros, un camión rojo se aproximaba.

Quería ir para arreglar cuentas con don Daniel, así que, una mañana en vez de ir al colegio, fue en busca de él. Apenas llegó, Chincha estaba en la puerta junto con otros tres hombres. Todos con mirada maleante, como si esperaran a que alguien irrumpiera con violencia. Él tenía algo planeado, pero seguía indeciso. Otros cuatro hombres lo llevaron hasta donde estaba don Daniel. Raúl estaba congelado, sabía que tenía que hacerlo. Era algo que estaba planeando hace tiempo y, aunque no se lo comentara a nadie, sentía que era evidente. 

Lo único de lo que se acordaba era el andar de las llantas entre la trocha, no sabía a donde lo estaban llevando. Podía escuchar sonidos, palabras, incluso ritmo. Se acordaba de algunas palabras, “hoy las lágrimas…”, pero no recordaba más. Ante tanto agite y dolor que tenía, Raúl se había quedado inconsciente.

“¿Qué hace este niño acá?” preguntó don Daniel, mientras Chincha agarraba a Raúl del brazo para llevarlo hasta la silla. Él estaba inundado de ira y quería, de una vez por todas, hablar por su familia y todos los del municipio. Ya nadie quería vivir en esa sombra de oscuridad, amenaza y odio. La gente estaba cansada y quería vivir en paz. “Y usted quién carajo se cree para venir a decirme esas ridiculeces. Madure, y más bien ayude a su familia de mierda que no logra nada. Me deben tres meses de mensualidad. Ayúdelos antes de que los mate a todos. A la larga, a nadie le importará qué pase con ustedes”. Él no dudó en sacar el revólver 380 Alfa de su padre y apuntó hacia su cabeza. Chincha y los hombres se alertaron, no dudaron en amenazarlo a él también. “Quietos, quietos” decía don Daniel, mientras le susurraba algo en el oído a Chincha. Uno de los hombres le dio un golpe en la cabeza, dejándolo medianamente consciente. Raúl escuchaba el sonido de un camión, recordaba que era rojo y no era el único ahí.

Cada noche antes de dormir, me quitaba la pulsera que mi mamá me había regalado. Juntaba dos cosas especiales, ella y mi amor por este país, pues tenía los colores de la bandera. Esa noche, antes de quitarme la pulsera, llegó el comandante a decirnos que algo importante se aproximaba y que nuestro escuadrón no podía cagarla. Sabía que lo que venía no era bueno.

“Ponte tu camiseta blanca, esa que tiene la paloma con una rama de olivo en el pico” le dijo Marta a Raúl mientras hacía el desayuno. Ese día el ambiente se sentía tanto abrumador como esperanzador. Se había levantado de buen ánimo pero, como cualquier otra persona que venía a reclamar justicia, estaba nervioso. Le dio un beso a cada integrante de la familia y salió por la puerta con su mochila.

Había decidido escribirle una carta a mi familia. Ya llevaba mucho tiempo sin comunicarme con ellos y quería decirles cuánto los extrañaba. Me estaba sintiendo raro, como si se paralizara mi corazón al escribir “estoy bien” en aquella carta, sentí la necesidad de terminarla. Rompí en llanto.

“Mátenlos a todos, nadie se acordará y, para al que no le quedó claro, así se pagan las cuentas” decía un hombre mientras caminaba rodeando al grupo de jóvenes que habían traído en el camión rojo. 

Raúl se había levantado a mitad de camino y escuchaba a Chincha decir, “nadie se va a acordar de estas personas. Y si se llegaran a acordar, usted sabe que aquí nadie termina haciendo algo al respecto”. Y colgó.

Qué mierda. Estaba rodeado de unos mentirosos, asesinos, enfermos.  Por más que tuviera miedo, no quería ser cómplice. Tanta mierda no podía ser posible. Así que me paré, cogí mi arma y dije “no, no quiero ser parte de esta mierda”.

Cada vez temblaba más. Lo obligaron a arrodillarse y a ponerse una venda.

Raúl estaba rodeado de cuatro hombres con armas y militares alrededor de ellos. No sabía qué estaba pasando; temía por su vida. Vio cómo un hombre con uniforme estaba hablando fuerte, pero estaba tan sumido en dolor que no puso atención. Se había quebrado. Había quedado frío al escuchar tres disparos y cómo aquel hombre yacía sobre el pasto seco. Con su cuerpo en bajada, notaba cómo la sangre le corría por el brazo llegando hasta una pulsera de colores. Explotó en llanto.

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