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Por: Sebastián Aldana
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El aire condensaba el canto de lluvia recién perdido y, bajo un tenue sol, el ambiente alumbraba sin estar brillando. Las reuniones de familia siempre habían sido monótonamente aburridas; sin embargo, al llegar a esta —no más que inesperada— pude denotar que no se trataba de una reunión familiar común y corriente. Vislumbré entre sus mejores vestidos de paño y vestidos largos a la mayoría de los miembros de mi familia y ciertas personas más —totalmente desconocidas para mí—. Alcancé a creer que se trataba de una boda, otro primo parcialmente desconocido entrelazándose en un contrato social —y no necesariamente emocional— con una mujer extraña para la extensa familia. Mi alegría se exaltó pensando que quizás sería este por fin el turno de Soledad, prima de mis entrañas, y a quien en el éxtasis de la infancia le había prometido casarme si no encontraba con quien hacerlo a la edad de 27. Ojalá fuera esta finalmente su hora. 

Al instante que vi una construcción negruzca encorvada por un arco en su parte de arriba, cuyo paisaje estaba acompañado por un espejo de agua con una blanca virgen en el medio, adornada por un sinfín de matorrales que componían el no tan colorido reflejo de aquella extraña edificación, sentí aprehensión al denotar cómo el edificio se iba volviendo más y más grande al seguir con mis pasos, hasta que realicé la inmensidad de este túnel, de este inmenso túnel que estaba al frente mío y parecía no querer moverse de mí. El túnel no parecía tener una salida, era un gigantesco pasillo de hotel sin una puerta de escape, sin una puerta de emergencia.

El sol en todo su esplendor bañaba con gotas a las personas, que encontraban en los grandes árboles un refugio de los incandescentes rayos. La reunión se fue agrandando cada vez más, y mi impresión de que se trataba de un encuentro familiar se esfumaba con la llegada de alguna persona adicional. En un dos por tres me encontré rodeado de gentes totalmente desconocidas para mi vista y mi memoria, y al lugar lleno de matorrales no le cabían más personas. Siempre sentí la soledad de estar rodeado de una multitud, siempre me sentí más solo estando con más personas que estando solamente conmigo. No me explicaba cómo todos actuaban tan frívolamente, tan ligeramente, cada paso era tan ingrávido que parecía una danza sobre la capa del agua. Sus blancas sonrisas distorsionaban la luz del sol y sus risas se asemejaban al sonido de la lluvia carcajeando en el suelo. Todos parecían actuar como si no existieran los problemas, como si los problemas no los hubieran forjado en ser quienes son, bastaba con voltear la cara y mirar los ojos perdidos de una persona, los ojos anhelando un grito sin sonido para encontrarse con un desafío, con un desazón. No podía ser injusto con las personas y exigirles que se embelesaran en sus problemas o, aún peor, en los problemas de otros, al final y al cabo cada quien muere exclusivamente con quien llegó al mundo.

La boda parecía estar casi lista, solamente daba la sensación de que faltaban los novios. No quise   experimentar la posibilidad de volver a sentir la vergüenza de llevar aquel pequeño cojín con los dos aros relucientes, y sufrir la mirada punzante y «tierna» de todos los espectadores en su intento por apaciguar «el desfile de la vergüenza», a la vez de estar a la espera de cualquier acontecimiento que valiera la pena mirar. El hecho de estar bajo la vista de otra persona desnudaba mi alma, y me recordaba el porqué no me gustaba que otra persona me conociera, no por la acción de conocerme, sino por el miedo que me causaba a mí mi propia existencia y la idea —que martillaba mi entendimiento— de nunca llegar a una conclusión de saber quién soy. 

Las gotas empezaron a caer y como un reloj entonaban musicalmente el tic tac del tiempo. La reunión se empezó a esparcir y pude —nuevamente— vislumbrar a mi familia. Sus rostros no se asemejaban a las facciones que alguien tendría en una boda, ni siquiera en una no correspondida. Soledad, quien recién había llegado, estaba desolada y caminaba sin sentido. Me intenté acercar pero al estruendoso paso de mis pies nadie me saludaba, nadie volteaba a verme, parecía como si nadie quisiera conversar conmigo o siquiera observarme, me sentí ausente, un desconocido, un extranjero rodeado de gente común. Soledad no fue la excepción, y al instante que estuve a menos de dos pasos de ella, desde la extraña edificación hubo un llamado a todos los presentes que invitaron a entrar a los presentes al túnel sin salida.

Fueron entrando ordenadamente y sentándose de igual manera, yo seguí los pequeños pasos relucientes de las personas y me encontré dentro de la estructura. En su inmensidad observé un  extenso umbral de mosaicos religiosos que recorrían todo el techo. Fue en ese instante cuando comprendí que estábamos en el interior de una iglesia. En el medio del monumento se encontraba un pedestal, una inmensa silla y velas que componían y alumbraban la tarde. Abajo del pedestal reposaba un gran cajón inundado de distintas clases de flores que le daban un colorido entorno. Un señor vestido completamente de blanco salió del fondo del piso como si hubiera sido parido por la tierra, y al instante que se sentó en la gran silla todos callaron y el único sonido que perduró fue el tic tac de las gotas. 

La lluvia ensordecedora aullaba a gritos su enardecido canto. El padre empezó a hablar, aún así su débil voz era opacada por la inmensa lluvia. Fue en ese momento en que me perdí en el canto que resonaba en todos los oídos de las personas presentes, y en medio de mi delirio comprendí que la vida está compuesta de pequeños momentos, de pequeños instantes que colorean el tiempo, un abrazo, un beso, una caricia acompañada de una sonrisa, un viento aullante, un canto de un pájaro. Por mucho tiempo pensé que la vida no era más que una línea recta ascendente en donde cada día se tenía que hacer más sin la posibilidad de ser menos. Fue en ese instante que entendí que la vida no era más que momentos sin significado que se impregnaban en el alma y en la memoria para nunca ser olvidados. En el constante roce con la muerte que vivimos diariamente es en donde entendemos que vivir no es un gran espacio de tiempo, y que cada día morimos y volvemos a renacer con cada sueño, con cada despertar, incluso con cada parpadeo. Lo único que concluye la vida, no es los objetivos que nos impulsan diariamente, sino el despido para nunca jamás volver. Suelo creer que el único miedo que tenemos es externo, tememos más por las personas alrededor y sus pensamientos, creencias y sentimientos que muchas veces los nuestros pasan —y se quedan— en un segundo plano.

La ceremonia encontró su cúspide al instante en que, cargando el gran cajón entre mi padre, mi hermano y dos tíos, fueron ahondando en el túnel —que seguía ahí— y fue cuando caí en cuenta que quizás sería esta la ultima vez que resonaría y disfrutaría el canto de la lluvia.


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