El desolador placer de no pertenecer
Por: María Daniela Delgado
La novela de Sábato, El Túnel, trata de un macabro asesinato pasional que raya con lo patológico y, por lo mismo, despierta en muchos lectores indignación, repudio y curiosidad. Sin embargo, no es la trama como tal lo que más llama mi atención de la obra, sino el hecho de leerme en algunas —no todas— las consideraciones que hace Castel sobre sí mismo. Leer, para mí, ha significado encontrarme en vidas ajenas y reconfortarme con su compañía virtual a lo largo del —muchas veces— desolador sentir humano; esta vez no ha sido excepción. Castel, como señala Ángel Leiva en la introducción del libro, “tiene una actitud egolátrica, una conciencia de superioridad” especialmente frente a los conglomerados, acompañada de un profundo sentimiento de soledad e incomprensión. Son defectos que, en cierta medida, me parece compartir… Me aterra encontrar en mí misma rasgos distintivos de un personaje como Castel aunque, no sin identificar —también como él— que esta semejanza me produce cierta vanidad inquietante.
Juan Pablo Castel admite expresamente detestar los grupos, y tilda de grotescas sus más evidentes características: la repetición del tipo, la jerga, la vanidad de creerse superiores al resto. Algunos pensarán que su personalidad escasea, pero yo no lo creo tanto… Creo que es, más bien, anacrónica: subsiste a lo largo de las épocas, nunca se extinguirá, reencarnará en miles de cuerpos. Que la mayoría de “pequeños Casteles” sea inconfesa es asunto diferente. Pero sí, siempre existiremos los incoherentes que castigamos la reproducción de gustos, opiniones y argot en otros, además de su vanidad, cuando no somos los primeros, ni seremos los últimos en pensar y hablar en esta manera y, posiblemente, seamos todavía más engreídos.
Me atrevería a decir que Juan Pablo Castel, en el presente, sentiría una aversión por nuestra generación todavía más fuerte que la que sintió por la suya. Castel vería con oprobio la homogeneización que, poco a poco, se agudiza como consecuencia del uso que damos a las redes sociales: adoptamos tendencias que no nos identifican, dominados por ansias de pertenecer, ser aprobados, envidiados, íconos de la moda o de exuberantes —pero ilusorios— estilos de vida. Y en este punto me incluyo a propósito, porque soy consciente de que, aunque por épocas me resista, también hago parte de este deleznable “ganado” de Hunters y Mimís; superfluo, ridículo… Ahora bien, un escenario no tan disruptivo para Castel, considerando su procedencia, podría ser una muestra (advierto: reduccionista) de la sociedad bogotana.
No sería descabellado imaginar que Juan Pablo Castel detestaría al capitalino de colegio bilingüe, taurino, católico, adepto del Centro Democrático, aparentemente con nula conciencia de clase y, por igual, a la nueva “feminista”, abortista anticristo, con pelo colorido, Dr. Martens y un discurso insensatamente “crítico”. Castel consideraría vergonzoso ser parte de uno como de otro, despreciando que, usualmente, el primer tipo es inconsciente de ello, mientras que el segundo decide ser como resistencia a aquel. Quizá esta observación —que no implica mucho esfuerzo y resulta, por tanto, un poco tonta— es una de las que nos ha llevado a los “pequeños Casteles” a engrandecernos: no hemos sido absorbidos por ninguno; no somos la repetición de un tipo, ni reproducimos una jerga fastidiosa. Qué únicos e incomprendidos. Nos hallamos perdidos en un desolador placer de no pertenecer.
Sin embargo, como ha podido deducirse, este sentimiento de suficiencia no es más que otra ilusión. Además de no ser tan especiales como creemos (porque, si no es que constituimos un “tercer grupo”, igualmente somos parte de la masa social cada vez mas homogénea), terminamos siendo una piedra más en el zapato de la reconciliación a la que toda sociedad está llamada. A fin de cuentas, el repudio que sentimo los “Casteles”, es estéril en la medida en que no produce sino la inevitable consecuencia de tanta arrogancia: un “tiquete” al rincón de la soledad que, si no es pago por terceros, tendrá su origen en un castigo autoimpuesto. Efectivamente, una actitud de petulancia frente a, por ejemplo, los capitalinos y las “feministas” mencionadas, en razón de sus características como conglomerado (por más odiosas que puedan parecernos), anula toda posibilidad de reconocer la individualidad inherente a cada uno de sus miembros, y valorarlos en tanto tal. Sin querer (o queriendo) los encasillamos en estereotipos muchas veces injustos que dan lugar a prejuicios; prejuicios que se consolidan en el lenguaje; este, a su vez, polariza; obstaculiza la conversación y, por último, vuelve aún más escabroso el camino hacia la paz. Sin darnos cuenta, en lugar de acercarnos a la frontera que nos une, construimos un muro infranqueable, inspirados por una falsa superioridad. Por eso, debemos concluir que lo que nos impide aceptar a otros (como “Casteles”, como capitalinos, como estas “feministas” o cualquier otro grupo), no es responsabilidad de ellos, sino nuestra: está en nuestro poder intentar derribar tan alta opinión de nosotros mismos. Y, como “Casteles”, solo queda renunciar a serlo.
La novela de Sábato, El Túnel, trata de un macabro asesinato pasional que raya con lo patológico y, por lo mismo, despierta en muchos lectores indignación, repudio y curiosidad. Sin embargo, no es la trama como tal lo que más llama mi atención de la obra, sino el hecho de leerme en algunas —no todas— las consideraciones que hace Castel sobre sí mismo. Leer, para mí, ha significado encontrarme en vidas ajenas y reconfortarme con su compañía virtual a lo largo del —muchas veces— desolador sentir humano; esta vez no ha sido excepción. Castel, como señala Ángel Leiva en la introducción del libro, “tiene una actitud egolátrica, una conciencia de superioridad” especialmente frente a los conglomerados, acompañada de un profundo sentimiento de soledad e incomprensión. Son defectos que, en cierta medida, me parece compartir… Me aterra encontrar en mí misma rasgos distintivos de un personaje como Castel aunque, no sin identificar —también como él— que esta semejanza me produce cierta vanidad inquietante.
Juan Pablo Castel admite expresamente detestar los grupos, y tilda de grotescas sus más evidentes características: la repetición del tipo, la jerga, la vanidad de creerse superiores al resto. Algunos pensarán que su personalidad escasea, pero yo no lo creo tanto… Creo que es, más bien, anacrónica: subsiste a lo largo de las épocas, nunca se extinguirá, reencarnará en miles de cuerpos. Que la mayoría de “pequeños Casteles” sea inconfesa es asunto diferente. Pero sí, siempre existiremos los incoherentes que castigamos la reproducción de gustos, opiniones y argot en otros, además de su vanidad, cuando no somos los primeros, ni seremos los últimos en pensar y hablar en esta manera y, posiblemente, seamos todavía más engreídos.
Me atrevería a decir que Juan Pablo Castel, en el presente, sentiría una aversión por nuestra generación todavía más fuerte que la que sintió por la suya. Castel vería con oprobio la homogeneización que, poco a poco, se agudiza como consecuencia del uso que damos a las redes sociales: adoptamos tendencias que no nos identifican, dominados por ansias de pertenecer, ser aprobados, envidiados, íconos de la moda o de exuberantes —pero ilusorios— estilos de vida. Y en este punto me incluyo a propósito, porque soy consciente de que, aunque por épocas me resista, también hago parte de este deleznable “ganado” de Hunters y Mimís; superfluo, ridículo… Ahora bien, un escenario no tan disruptivo para Castel, considerando su procedencia, podría ser una muestra (advierto: reduccionista) de la sociedad bogotana.
No sería descabellado imaginar que Juan Pablo Castel detestaría al capitalino de colegio bilingüe, taurino, católico, adepto del Centro Democrático, aparentemente con nula conciencia de clase y, por igual, a la nueva “feminista”, abortista anticristo, con pelo colorido, Dr. Martens y un discurso insensatamente “crítico”. Castel consideraría vergonzoso ser parte de uno como de otro, despreciando que, usualmente, el primer tipo es inconsciente de ello, mientras que el segundo decide ser como resistencia a aquel. Quizá esta observación —que no implica mucho esfuerzo y resulta, por tanto, un poco tonta— es una de las que nos ha llevado a los “pequeños Casteles” a engrandecernos: no hemos sido absorbidos por ninguno; no somos la repetición de un tipo, ni reproducimos una jerga fastidiosa. Qué únicos e incomprendidos. Nos hallamos perdidos en un desolador placer de no pertenecer.
Sin embargo, como ha podido deducirse, este sentimiento de suficiencia no es más que otra ilusión. Además de no ser tan especiales como creemos (porque, si no es que constituimos un “tercer grupo”, igualmente somos parte de la masa social cada vez mas homogénea), terminamos siendo una piedra más en el zapato de la reconciliación a la que toda sociedad está llamada. A fin de cuentas, el repudio que sentimo los “Casteles”, es estéril en la medida en que no produce sino la inevitable consecuencia de tanta arrogancia: un “tiquete” al rincón de la soledad que, si no es pago por terceros, tendrá su origen en un castigo autoimpuesto. Efectivamente, una actitud de petulancia frente a, por ejemplo, los capitalinos y las “feministas” mencionadas, en razón de sus características como conglomerado (por más odiosas que puedan parecernos), anula toda posibilidad de reconocer la individualidad inherente a cada uno de sus miembros, y valorarlos en tanto tal. Sin querer (o queriendo) los encasillamos en estereotipos muchas veces injustos que dan lugar a prejuicios; prejuicios que se consolidan en el lenguaje; este, a su vez, polariza; obstaculiza la conversación y, por último, vuelve aún más escabroso el camino hacia la paz. Sin darnos cuenta, en lugar de acercarnos a la frontera que nos une, construimos un muro infranqueable, inspirados por una falsa superioridad. Por eso, debemos concluir que lo que nos impide aceptar a otros (como “Casteles”, como capitalinos, como estas “feministas” o cualquier otro grupo), no es responsabilidad de ellos, sino nuestra: está en nuestro poder intentar derribar tan alta opinión de nosotros mismos. Y, como “Casteles”, solo queda renunciar a serlo.