El 6 de julio de 2015 se expidió la Ley 1761, la cual creó el tipo penal autónomo de feminicidio, que antes era tan sólo un agravante del homicidio (Ley 1258 de 2008). Esta se sancionó como respuesta a la brutal violación y homicidio de Rosa Elvira Cely en manos de Javier Velasco, con el propósito de garantizar la investigación y punición de actos violentos contra las mujeres por motivos de género, la prevención y erradicación de la violencia y la adopción de estrategias de sensibilización frente a estos fenómenos.
Sin embargo, la esperanza duró sólo unos instantes. El año siguiente a la promulgación de esta ley, las cifras fueron escalofriantes, pues las mujeres y niñas representaron el 59% de las víctimas de violencia intrafamiliar; el 86% de violencia por parte de la pareja o expareja; el 85% de violencia sexual y el 93% de la misma en el marco del conflicto armado; finalmente, el 74% de las víctimas de homicidios perpetrados por parejas o exparejas (Corporación Sisma Mujer; 2017a; 2017b). Cada año, las denuncias por violencia intrafamiliar y de género aumentan, e iniciamos, cada año, con incertidumbre y temor… Temor que se agudiza al escuchar el dolor continuado de mujeres y niñas asesinadas, violentadas y torturadas, al, por ejemplo, saber que han sido 17 los feminicidios registrados a lo largo del primer mes de 2021. El feminicidio, y toda expresión de violencia contra la mujer, es de las problemáticas sociales más invisibilizadas que tenemos que afrontar día a día. Enfrentamos el temor de salir a la calle y no poder volver a casa, enfrentamos el miedo por la discriminación, la inseguridad y el maltrato en todas sus dimensiones. Todo ello generado por patrones socioculturales arraigados a una cultura patriarcal que ha hecho ver como legítima la indefensión, subordinación y posesión de la mujer. Pese a las grandes luchas de organizaciones feministas y defensoras de los derechos humanos de víctimas y sus familiares, el avance legal implementado, y la ratificación de tratados internacionales de derechos humanos, la violencia contra la mujer subsiste. Puede deducirse, luego, que estamos ante un problema de carácter social y cultural, y no ante uno legal o de simple insuficiencia normativa. Según datos de la Fiscalía General de la Nación, cada día hay 249 denuncias por violencia intrafamiliar, lo cual indica que en el año se presentan, aproximadamente, 90.000 denuncias. Según la misma fuente, el avance en el esclarecimiento general de estas denuncias, acumulado de 2015 a 2020, es de tan sólo el 22,56%. Se han emitido 4.030 órdenes de captura, 41.627 casos se encuentran en juicio y 19.366 con sentencia condenatoria. Desde 2015 hasta el 29 de agosto de 2020 se han solicitado 27.978 medidas de protección, de las cuales se han concedido 9.904, es decir, sólo el 35,4 %. Los anteriores datos dan a entender que la única esperanza de una mujer que ha sido víctima de violencia le es arrebatada al buscar justicia. Se han visto casos en los que una mujer solicita medidas de protección porque está siendo violentada, pero, por la negligente administración de justicia, es revictimizada hasta que, en algunos casos, su agresor la asesina. Entonces, surgen dos interrogantes: ¿a dónde más se acude si no es a la administración de justicia? ¿En quién o quiénes se confía el hacer justicia? ¿De qué nos sirve, entonces, un catálogo de derechos, leyes, normas y principios cuando la violencia estructural, simbólica e institucional prevalecen? No estoy diciendo que no sean base para aportar una solución (claro que sí), pero ello debe estar ligado a una visión que trate todo tipo de violencia contra la mujer como una prioridad, empezando por los entes que administran justicia; que, desde el mismo momento en que se interpone una denuncia, esta se haga efectiva, se inicie la investigación en cumplimiento de los máximos estándares de diligencia, y que aquella se desarrolle con enfoque diferencial, perspectiva de género e interseccionalidad en cada una de sus etapas. La investigación debe realizarse inmediatamente, de forma exhaustiva, seria e imparcial, en un plazo razonable que no incremente el riesgo que, de por sí, ya corre la vida de la mujer y, así mismo, revictimizada. De igual manera, esto no es posible si los prejuicios morales, religiosos, entre otros, de algunos funcionarios judiciales obstaculizan el ejercicio del derecho de acceso a la justicia. Es un reto que no podrá superarse si la cultura de dominación del hombre sobre la mujer continúa inmersa en el sistema judicial; es un reto que nos involucra a todos; un reto en el que está en juego la vida: ¡no se puede jugar con ella! |