El nuevo virus
Por: Gabriel Morales Duque
‘‘Son los hombres inspirados los que iluminan al pueblo, y los fanáticos quienes lo extravían.’’ Así inicia el Discurso Preliminar de la Encyclopédie, publicada en Francia en el Siglo XVIII. D’Alembert y Diderot no pudieron haberlo dicho mejor y, al observar la fecha de publicación de semejante obra, se infiere que el fanatismo (ideológico de los Petros y religioso de Ordóñez) no es cosa nueva en nuestras vidas. Ha estado presente en todos los momentos de la historia, siendo más notorio en algunos que en otros. Pero ahí ha estado y estará.
Los más viles atropellos del mundo han sido cometidos por asustadores profesionales: desde la Inquisición en el nombre de una abstracta deidad hasta el Holocausto en nombre de Hitler. Ambos crímenes fueron cometidos en representación de ideas primitivas y por líderes que, más que un seguimiento en el plano racional, han apelado al entusiasmo bruto (literalmente) de las masas. El comunismo y el nazismo son ejemplos, en la historia moderna, de cómo dañar una sociedad a través del dogmatismo absurdo y las pasiones desmedidas.
Ahora, si algo ha probado la experiencia es que lo único peor que el fanatismo es el fanatismo en tiempos de crisis. El mundo está atravesando uno de los más grandes riesgos para la estabilidad social desde la Segunda Guerra Mundial. Nos enfrentamos a un enemigo abstracto y el hambre que pasan los sectores más vulnerables de la sociedad ha sido una magnífica oportunidad para los líderes políticos, pues han logrado aumentar su popularidad hablándole a los instintos y sentimientos más básicos del pueblo, y no a la cabeza y la razón.
Lo anterior se evidencia analizando los resultados de diferentes gobiernos a la hora de tomar medidas para mitigar los efectos del Virus. Se hace evidente de plano que los peores, lo más ineficaces, los más torpes y los más ineptos son los populistas de primera línea. Estos tienen representantes tanto en la derecha --Jair Bolsonaro en Brasil-- como en la izquierda --Andrés Manuel López Obrador en México—, que beben en las fuentes de su demagogia y se nutren de la crítica fácil, el simplismo argumentativo, maniobras de seducción y sentimentalismos sencillos. Se han tomado el Coronavirus como si fuera un chiste, no le han dado al cierre económico la importancia que merece y, tras algunos meses de pandemia, insisten en el error y se rehúsan a tomar las medidas necesarias con una irresponsabilidad casi macabra.
Ambos, Brasil y México, están a la cabeza en América Latina en contagios y muertes por millón de habitantes: mientras que en Colombia se han presentado en promedio 63 muertes, México y Brasil cuentan con 207 y 275, respectivamente. Y lo que es peor, sus gobernantes son negacionistas del virus: López Obrador ha invitado a los mexicanos a continuar con la vida y ‘‘seguir llevando a la familia a comer a restaurantes’’, mientras que Bolsonaro calificó al COVID-19 de ser apenas ‘‘una pequeña gripe o resfriado’’.
Así, puede decirse que son los Petros, los Ordóñez y aquellos políticos fanáticos los que pauperizan el debate público. Pensar u opinar distinto es una grave afrenta para ellos que, como mínimo, son monotemáticos y obsesivos. No son capaces de cuestionar sus creencias, pero no dudan en poner en tela de juicio las de los demás. Son mordaces, autoritarios, enemigos de las libertades y, a pesar de que se precian de ser revolucionarios con sus ideas extremistas, pertenecen al sector ideológico más reaccionario y recalcitrante: imposible de convencer, porque las pasiones no tienen a nadie que las refute. Eso es el fanatismo.
Los sesgos ideológicos en cuestiones apolíticas --como la actual pandemia-- son también el punto de partida de guerras, polarización y un inútil enfrentamiento de clases. Ese nuevo virus es el fanatismo.
El lado bueno del Coronavirus es que aún estamos a la expectativa de una vacuna. Pero como alguna vez dijo Voltaire, otro gran pensador de la Ilustración, ‘‘cuando el fanatismo gangrena el cerebro, la enfermedad se vuelve incurable.’’ Y lo que es peor aún… también es contagiosa. Es probable que a las normas del aislamiento social les esté faltando un lineamiento, y de los más importantes: aléjese de los fanáticos.
‘‘Son los hombres inspirados los que iluminan al pueblo, y los fanáticos quienes lo extravían.’’ Así inicia el Discurso Preliminar de la Encyclopédie, publicada en Francia en el Siglo XVIII. D’Alembert y Diderot no pudieron haberlo dicho mejor y, al observar la fecha de publicación de semejante obra, se infiere que el fanatismo (ideológico de los Petros y religioso de Ordóñez) no es cosa nueva en nuestras vidas. Ha estado presente en todos los momentos de la historia, siendo más notorio en algunos que en otros. Pero ahí ha estado y estará.
Los más viles atropellos del mundo han sido cometidos por asustadores profesionales: desde la Inquisición en el nombre de una abstracta deidad hasta el Holocausto en nombre de Hitler. Ambos crímenes fueron cometidos en representación de ideas primitivas y por líderes que, más que un seguimiento en el plano racional, han apelado al entusiasmo bruto (literalmente) de las masas. El comunismo y el nazismo son ejemplos, en la historia moderna, de cómo dañar una sociedad a través del dogmatismo absurdo y las pasiones desmedidas.
Ahora, si algo ha probado la experiencia es que lo único peor que el fanatismo es el fanatismo en tiempos de crisis. El mundo está atravesando uno de los más grandes riesgos para la estabilidad social desde la Segunda Guerra Mundial. Nos enfrentamos a un enemigo abstracto y el hambre que pasan los sectores más vulnerables de la sociedad ha sido una magnífica oportunidad para los líderes políticos, pues han logrado aumentar su popularidad hablándole a los instintos y sentimientos más básicos del pueblo, y no a la cabeza y la razón.
Lo anterior se evidencia analizando los resultados de diferentes gobiernos a la hora de tomar medidas para mitigar los efectos del Virus. Se hace evidente de plano que los peores, lo más ineficaces, los más torpes y los más ineptos son los populistas de primera línea. Estos tienen representantes tanto en la derecha --Jair Bolsonaro en Brasil-- como en la izquierda --Andrés Manuel López Obrador en México—, que beben en las fuentes de su demagogia y se nutren de la crítica fácil, el simplismo argumentativo, maniobras de seducción y sentimentalismos sencillos. Se han tomado el Coronavirus como si fuera un chiste, no le han dado al cierre económico la importancia que merece y, tras algunos meses de pandemia, insisten en el error y se rehúsan a tomar las medidas necesarias con una irresponsabilidad casi macabra.
Ambos, Brasil y México, están a la cabeza en América Latina en contagios y muertes por millón de habitantes: mientras que en Colombia se han presentado en promedio 63 muertes, México y Brasil cuentan con 207 y 275, respectivamente. Y lo que es peor, sus gobernantes son negacionistas del virus: López Obrador ha invitado a los mexicanos a continuar con la vida y ‘‘seguir llevando a la familia a comer a restaurantes’’, mientras que Bolsonaro calificó al COVID-19 de ser apenas ‘‘una pequeña gripe o resfriado’’.
Así, puede decirse que son los Petros, los Ordóñez y aquellos políticos fanáticos los que pauperizan el debate público. Pensar u opinar distinto es una grave afrenta para ellos que, como mínimo, son monotemáticos y obsesivos. No son capaces de cuestionar sus creencias, pero no dudan en poner en tela de juicio las de los demás. Son mordaces, autoritarios, enemigos de las libertades y, a pesar de que se precian de ser revolucionarios con sus ideas extremistas, pertenecen al sector ideológico más reaccionario y recalcitrante: imposible de convencer, porque las pasiones no tienen a nadie que las refute. Eso es el fanatismo.
Los sesgos ideológicos en cuestiones apolíticas --como la actual pandemia-- son también el punto de partida de guerras, polarización y un inútil enfrentamiento de clases. Ese nuevo virus es el fanatismo.
El lado bueno del Coronavirus es que aún estamos a la expectativa de una vacuna. Pero como alguna vez dijo Voltaire, otro gran pensador de la Ilustración, ‘‘cuando el fanatismo gangrena el cerebro, la enfermedad se vuelve incurable.’’ Y lo que es peor aún… también es contagiosa. Es probable que a las normas del aislamiento social les esté faltando un lineamiento, y de los más importantes: aléjese de los fanáticos.