La contextualización como criterio
Por: Pablo Van Cotthem
Juzgar con los actuales estándares morales, políticos y sociales a nuestros antepasados no sólo creo que es algo erróneo y reprochable, sino que es muestra de la poca capacidad de contextualización y del conocimiento de la historia. Los hechos son hechos; no son ni buenos ni malos. Creo que los únicos sucesos reprochables son aquellos que, para el momento de su consumación, también lo eran. Pero si para una determinada época, hacer una cosa u otra era normal, incluso deseable, no creo que podamos, hoy, con una actitud egocéntrica y con complejo de superioridad, condenar a aquellas generaciones que, dentro de sus propias convenciones sociales, creían que estaba actuando conforme al “deber ser” del momento.
Definitivamente, a mí no me gustaría que el día de mañana, una generación ajena a lo que se está viviendo actualmente, condene a mi generación por “atrasados” o “retrógradas”, cuando, a mi parecer, estamos viviendo conforme a una determinada cosmovisión que se ha dado por razones de la evolución histórica y que, por razones lógicas, podría resultar anormal en un futuro. Muchas son las personas que juzgan y condenan a los antepasados a partir de principios y valores actuales, violando lo que en derecho se denomina la ‘prohibición de retroactividad’, tildándolos a su vez de primitivos e irracionales; en defensa de estos últimos, los valores sociales de su momento simplemente eran distintos y es injusto esperar que se hubieran comportado como hoy se espera que piensen o se comporten las personas.
Cosa muy distinta y fundamental para la manutención de la raza humana misma y de su dignidad, es entender los errores que como especie hemos cometido en el pasado para corregirlos y no volverlos a cometer. En ese sentido, los errores de nuestros antepasados no deben ser usados con el objetivo de vanagloriarse por la cosmovisión actual de la sociedad, sino como un recordatorio y como el fundamento para continuar practicando o renovar ciertas costumbres, a medida que sea necesario. La “razón histórica”, como la llamaba el filósofo español José Ortega y Gasset, es aquella que permite que el hombre no sufra una y otra vez por los mismos errores, sino que aprenda de ellos y, en consecuencia, los capitalice. Decía Ortega y Gasset;
“Ésta (la razón histórica) nos muestra la vanidad de toda revolución general, de todo lo que sea intentar la transformación súbita de una sociedad y comenzar de nuevo la historia (…). Al método de la revolución opone el único digno de la larga experiencia que el europeo actual tiene a su espalda. Las revoluciones, tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es la definición misma de su sustancia: el derecho a la continuidad. La única diferencia radical entre la historia humana y la historia natural es que aquella no puede nunca comenzar de nuevo. Kohler y otros han mostrado cómo el chimpancé y el orangután no se diferencian del hombre por lo que, hablando rigorosamente, llamamos inteligencia, sino porque tienen mucha menos memoria que nosotros. Las pobres bestias se encuentran cada mañana con que han olvidado casi todo lo que han vivido el día anterior, y su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de experiencias. Parejamente, el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de recordar, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer hombre: comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Este es el tesoro único del hombre, su privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro consiste en lo que de él parezca acertado y digno de conservarse: lo importante es la memoria de los errores, que nos permite no cometer los mismos siempre. El verdadero tesoro del hombre es el tesoro de sus errores, la larga experiencia vital decantada gota a gota en milenios. Por eso Nietzsche define el hombre superior como el ser “de la más larga memoria”.
La conclusión general de todo esto se dirige a dos objetivos fundamentales. El primero, es una invitación a aquellas personas que se sienten en la cumbre moral de la historia de la humanidad, para que, cuando analicen los actos de nuestros antepasados, tengan en cuenta el contexto, y conforme a ello, puedan emitir un juicio aterrizado a la realidad histórica. Segundo, creo que lo que hoy llamamos “errores” de nuestros antepasados no pueden ser usados como fundamento para condenar su cosmovisión, pues terminaríamos por criticar los mismos cimientos sobre los cuales hemos construido la actual civilización, y, de no ser por ellos, no estaríamos donde hoy nos encontramos. Por el contrario, son lecciones que deben tomarse enserio y como herramienta para evitar el eterno retorno al sufrimiento.
Referencia
Ortega y Gasset, J. (1930). La Rebelión de las masas (1ra ed.). Madrid.
Juzgar con los actuales estándares morales, políticos y sociales a nuestros antepasados no sólo creo que es algo erróneo y reprochable, sino que es muestra de la poca capacidad de contextualización y del conocimiento de la historia. Los hechos son hechos; no son ni buenos ni malos. Creo que los únicos sucesos reprochables son aquellos que, para el momento de su consumación, también lo eran. Pero si para una determinada época, hacer una cosa u otra era normal, incluso deseable, no creo que podamos, hoy, con una actitud egocéntrica y con complejo de superioridad, condenar a aquellas generaciones que, dentro de sus propias convenciones sociales, creían que estaba actuando conforme al “deber ser” del momento.
Definitivamente, a mí no me gustaría que el día de mañana, una generación ajena a lo que se está viviendo actualmente, condene a mi generación por “atrasados” o “retrógradas”, cuando, a mi parecer, estamos viviendo conforme a una determinada cosmovisión que se ha dado por razones de la evolución histórica y que, por razones lógicas, podría resultar anormal en un futuro. Muchas son las personas que juzgan y condenan a los antepasados a partir de principios y valores actuales, violando lo que en derecho se denomina la ‘prohibición de retroactividad’, tildándolos a su vez de primitivos e irracionales; en defensa de estos últimos, los valores sociales de su momento simplemente eran distintos y es injusto esperar que se hubieran comportado como hoy se espera que piensen o se comporten las personas.
Cosa muy distinta y fundamental para la manutención de la raza humana misma y de su dignidad, es entender los errores que como especie hemos cometido en el pasado para corregirlos y no volverlos a cometer. En ese sentido, los errores de nuestros antepasados no deben ser usados con el objetivo de vanagloriarse por la cosmovisión actual de la sociedad, sino como un recordatorio y como el fundamento para continuar practicando o renovar ciertas costumbres, a medida que sea necesario. La “razón histórica”, como la llamaba el filósofo español José Ortega y Gasset, es aquella que permite que el hombre no sufra una y otra vez por los mismos errores, sino que aprenda de ellos y, en consecuencia, los capitalice. Decía Ortega y Gasset;
“Ésta (la razón histórica) nos muestra la vanidad de toda revolución general, de todo lo que sea intentar la transformación súbita de una sociedad y comenzar de nuevo la historia (…). Al método de la revolución opone el único digno de la larga experiencia que el europeo actual tiene a su espalda. Las revoluciones, tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es la definición misma de su sustancia: el derecho a la continuidad. La única diferencia radical entre la historia humana y la historia natural es que aquella no puede nunca comenzar de nuevo. Kohler y otros han mostrado cómo el chimpancé y el orangután no se diferencian del hombre por lo que, hablando rigorosamente, llamamos inteligencia, sino porque tienen mucha menos memoria que nosotros. Las pobres bestias se encuentran cada mañana con que han olvidado casi todo lo que han vivido el día anterior, y su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de experiencias. Parejamente, el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de recordar, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer hombre: comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Este es el tesoro único del hombre, su privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro consiste en lo que de él parezca acertado y digno de conservarse: lo importante es la memoria de los errores, que nos permite no cometer los mismos siempre. El verdadero tesoro del hombre es el tesoro de sus errores, la larga experiencia vital decantada gota a gota en milenios. Por eso Nietzsche define el hombre superior como el ser “de la más larga memoria”.
La conclusión general de todo esto se dirige a dos objetivos fundamentales. El primero, es una invitación a aquellas personas que se sienten en la cumbre moral de la historia de la humanidad, para que, cuando analicen los actos de nuestros antepasados, tengan en cuenta el contexto, y conforme a ello, puedan emitir un juicio aterrizado a la realidad histórica. Segundo, creo que lo que hoy llamamos “errores” de nuestros antepasados no pueden ser usados como fundamento para condenar su cosmovisión, pues terminaríamos por criticar los mismos cimientos sobre los cuales hemos construido la actual civilización, y, de no ser por ellos, no estaríamos donde hoy nos encontramos. Por el contrario, son lecciones que deben tomarse enserio y como herramienta para evitar el eterno retorno al sufrimiento.
Referencia
Ortega y Gasset, J. (1930). La Rebelión de las masas (1ra ed.). Madrid.