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La creencia en los sueños

Autor: Juan Carlos Ortiz Torres
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En mitad de la incertidumbre constante con la que cargamos los seres racionales, heredada de la imposibilidad del conocimiento del futuro —ya sea por la pandemia actual, o por las crisis que cada ser humano adquiere en diferentes etapas del vivir—, existe y sobresale un momento que genera siempre mayor vacilación: los sueños. Que lance la primera piedra el santo que no se ha levantado con pensamientos inicuos luego que el inconsciente persevere ante la razón en el único momento en que se deja la falsedad del ser para mostrarse a sí mismo en la realidad viva de cada uno: el dormir. 
    El mundo siempre se ha dividido entre los Románticos y los Clásicos. Los primeros sueñan con las nobles princesas que sacan de la miseria a ciertos afortunados de clase media que llevan por dentro un caballero escondido; o con el príncipe azul llamado a liberarlas de la torre más alta del castillo (o su edificio), donde fueron encerradas por la madrastra malvada; o con ese amor, en los tiempos del cólera, que librará todo sentimiento reprimido del infante al descubrir que el matrimonio de los progenitores se disolvió por una cuestión de terceros no invitados a la cama nupcial. Por otro lado, se encuentran los segundos que comienzan vendiendo chicles en la 42 con 7ª y, por un golpe de suerte en conjunto con habilidades adquiridas por la vida, logran montar una empresa para salir de la desventura; o, incluso, encarcelan a quien las encerró en las tinieblas y escapan de la torre más alta, evadiendo al cancerbero (o portero) para respirar aire nuevamente; hasta, incluso, algunos encuentran un psicólogo al que visitan con regularidad para expresar y trabajar sus represiones.
    Sin embargo, el sueño va mucho más allá de una meta que expresa el sentir social del ser humano, pues quién no quiere salir adelante y suplantar el sentimiento del propio amor reflejándolo en algo externo a sí mismo. El único que es capaz de amarse a sí mismo es quien, en el lecho de muerte, accede al antaño para no reprocharse nada de lo vivido. El resto, que aún nos consideramos inmortales, nos veremos atenidos a exteriorizar el sentimiento de felicidad en algo ajeno al propio sentir.
    Son los sueños, nada más y nada menos, el propio reflejo de aquello que, internamente, nos habla, nos perturba, nos atormenta. Es ese mismo diablo de uno de nuestros hombros que nos susurra al dormitar, mientras que el ángel hipócrita que nos acompaña en la lucidez del consciente, en el día a día, se encuentra ajeno al yo. En los sueños ajenos a las metas y al deseo de ser alguien en la sociedad, en esos sueños donde no hay nadie más que uno mismo, en susodicho momento, el cerebro entra en una sedación crepuscular —denominada por la medicina como sueño REM— y comenzamos un constante ataque de pelota y pared. Reluce del infante sus más íntimas opresiones del desarrollo humano: aquel complejo de Edipo sale del tártaro interno; cambiamos el príncipe encantador por el ogro ejecutor de la violencia intrafamiliar; el erotismo con quien menos lo imaginamos, pues la sociedad nos consideraría como enfermos mentales; el acelerar del corazón liberador de endorfinas por quien no debemos sentir más que aprecio típico y con social aceptación. El fetichista, el asesino, el políglota, el anarquista, el que no va con la imitación barata que intentamos hacer del yo aceptado por la sociedad; todos aquellos sujetos que conviven en nuestras penumbras internas logran imponer su imperio de la lobreguez. 
    Y será aquel más consciente, más cegado por la sociedad, menos feliz con sí mismo, quien no sea capaz de analizar las señales que dicho imperio revela ante sus propias neuronas. Quedará perpetuado en sus mentiras del príncipe azul, de la libertad de la torre más alta, o de hallar el amor platónico. Dejemos de creer en nosotros, y comencemos a admitir lo desconocido: un yo no admitido. Seamos los sueños.
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