Los nuestroamericanos
Por: Carlos Felipe Holguín
“Es la hora del recuento y de la marcha unida y hemos de andar en cuadro apretado como la plata en las raíces de los Andes. Los pueblos no se unen sino con lazos de amistad, de fraternidad y de amor.” Pero la leyenda de la fraternidad americana de José Martí parece tan vacía como el minúsculo parque que la protege en el corazón marchito de La Habana, y se contradice ante la extensión descomunal del continente. Y claro, la frase parece más alusiva a lo que en su momento el poeta denominó “Nuestra América,” no la América americana del Destino Manifiesto, sino la que después de un amplio debate etimológico pasó a denominarse América Latina. ¡Esa América Latina! que, incluso en su propio nombre, encuentra irreconciliables contradicciones.
El gentilicio nuestroamericano empezó a popularizarse a finales del siglo XIX como esfuerzo de autodefinición, y es probablemente una opción sensata después de que los estadounidenses secuestraran para ellos mismos el adjetivo junto a todas sus más románticas implicaciones. Sin duda, la Nuestra América resulta más específica en materia que otras acepciones tales como la Indoamérica y la Euroindia del argentino Ricardo Rojas, y mucho más profunda en significado que la triunfante América Latina del colombiano José María Torres Caicedo. Pero, a pesar de ser poco práctica, la categorización del nuestroamericano esconde la necesidad histórica de comprendernos a nosotros mismos en primera persona y lograr construir un proyecto político propio, como naturalmente nos corresponde. Y por “naturalmente” no busco idealismos. Lo digo con pleno reconocimiento de una de las cuestiones que más nos distinguen de nuestros vecinos norteños, identificada por el filósofo Torchia Estrada y recogida posteriormente por Carlos Piñeiro Iñíguez: la clara tendencia del intelectual latinoamericano a cuestionar su propio pensamiento, opuesto a la seguridad geopolítica y económica que le permite al norteamericano ubicar fácilmente su identidad sin mayores cuestionamientos.
Pero bueno, ¿a qué voy con todo esto? Para quien lo lee, esto puede parecer solo una de muchas crónicas sin salidas que, volviendo a Estrada, abordan prolíficamente los latinoamericanos. Me gustaría, en este momento, volver a la necesidad de pensarnos a nosotros mismos en primera persona —afirmación que pasó sin pena ni gloria por el párrafo anterior—. Esto es, a la imperativa necesidad que desde hace tres siglos tenemos de autodefinirnos e incorporarnos efectivamente a esa definición. A sentirnos parte vibrante del destino político que nos corresponde abordar; construir con eso el nacionalismo del que tan ampliamente carecemos pero tan frecuentemente reivindicamos. Cuando José Martí planteó la unión desde los “lazos de amistad, de fraternidad y de amor”, las grandes contradicciones de América Latina ya eran evidentes; lo habían sido durante los últimos cuatrocientos años. Eso convierte la leyenda de la fraternidad americana en una hoja de ruta, más allá de un diagnóstico temporal para Nuestra América, ¡en una deseable posibilidad hipotética!. Y, ¿qué mejor muestra de la relevancia que cobra esa hoja de ruta que nuestra muy familiar Colombia?
“Colombia,” formulado así por Francisco de Miranda y Eugenio María de Hostos, fue precisamente uno de los primeros términos barajados para denominar a la recién independizada América meridional, un elemento en su momento unificador y reivindicante para el descubridor. Sin embargo, el término cayó en evidente desuso y se limitó a nombrar a la actual República de Colombia. Casi que manteniendo la esencia de lo que pudo ser, Colombia, el país, logró condensar en su ombligo las contradicciones del continente que se desborda a sus pies. Colombia es un cuello de botella, donde nace la diversidad geográfica y natural que caracteriza todo lo que le sigue. Podría argumentarse, a la vez, que en Colombia se acentúan esas particularidades sociales, políticas y económicas propias de la herencia hispana y, consigo, se exagera el devenir histórico de toda Nuestra América. Dos siglos de conflictos internos y una pobreza casi endémica dan cuenta de ello y convierten las palabras de Martí en un recordatorio local de lo que puede ser una nacionalidad que sobrelleve las contradicciones internas y que, así mismo, pueda ser reflejo para el resto del continente.
Volviendo al asunto central de los nuestroamericanos, el reconocimiento de la primera persona resulta esencial como medio de entendimiento. De allí resulta que la amistad, fraternidad y amor pueden ser alternativas históricas para el nacionalismo partidista. ¡Más que un partido, una identidad y un destino común para superar las cada vez más polarizantes contradicciones! Una nacionalidad que logre, como la leyenda de la fraternidad americana, unir a los diferente pueblos sobre la unanimidad del derecho a la diferencia, ¡desde lo fundamental! Esa debe ser la esencia de la nación colombiana como reflejo de Nuestra América.
“Es la hora del recuento y de la marcha unida y hemos de andar en cuadro apretado como la plata en las raíces de los Andes. Los pueblos no se unen sino con lazos de amistad, de fraternidad y de amor.” Pero la leyenda de la fraternidad americana de José Martí parece tan vacía como el minúsculo parque que la protege en el corazón marchito de La Habana, y se contradice ante la extensión descomunal del continente. Y claro, la frase parece más alusiva a lo que en su momento el poeta denominó “Nuestra América,” no la América americana del Destino Manifiesto, sino la que después de un amplio debate etimológico pasó a denominarse América Latina. ¡Esa América Latina! que, incluso en su propio nombre, encuentra irreconciliables contradicciones.
El gentilicio nuestroamericano empezó a popularizarse a finales del siglo XIX como esfuerzo de autodefinición, y es probablemente una opción sensata después de que los estadounidenses secuestraran para ellos mismos el adjetivo junto a todas sus más románticas implicaciones. Sin duda, la Nuestra América resulta más específica en materia que otras acepciones tales como la Indoamérica y la Euroindia del argentino Ricardo Rojas, y mucho más profunda en significado que la triunfante América Latina del colombiano José María Torres Caicedo. Pero, a pesar de ser poco práctica, la categorización del nuestroamericano esconde la necesidad histórica de comprendernos a nosotros mismos en primera persona y lograr construir un proyecto político propio, como naturalmente nos corresponde. Y por “naturalmente” no busco idealismos. Lo digo con pleno reconocimiento de una de las cuestiones que más nos distinguen de nuestros vecinos norteños, identificada por el filósofo Torchia Estrada y recogida posteriormente por Carlos Piñeiro Iñíguez: la clara tendencia del intelectual latinoamericano a cuestionar su propio pensamiento, opuesto a la seguridad geopolítica y económica que le permite al norteamericano ubicar fácilmente su identidad sin mayores cuestionamientos.
Pero bueno, ¿a qué voy con todo esto? Para quien lo lee, esto puede parecer solo una de muchas crónicas sin salidas que, volviendo a Estrada, abordan prolíficamente los latinoamericanos. Me gustaría, en este momento, volver a la necesidad de pensarnos a nosotros mismos en primera persona —afirmación que pasó sin pena ni gloria por el párrafo anterior—. Esto es, a la imperativa necesidad que desde hace tres siglos tenemos de autodefinirnos e incorporarnos efectivamente a esa definición. A sentirnos parte vibrante del destino político que nos corresponde abordar; construir con eso el nacionalismo del que tan ampliamente carecemos pero tan frecuentemente reivindicamos. Cuando José Martí planteó la unión desde los “lazos de amistad, de fraternidad y de amor”, las grandes contradicciones de América Latina ya eran evidentes; lo habían sido durante los últimos cuatrocientos años. Eso convierte la leyenda de la fraternidad americana en una hoja de ruta, más allá de un diagnóstico temporal para Nuestra América, ¡en una deseable posibilidad hipotética!. Y, ¿qué mejor muestra de la relevancia que cobra esa hoja de ruta que nuestra muy familiar Colombia?
“Colombia,” formulado así por Francisco de Miranda y Eugenio María de Hostos, fue precisamente uno de los primeros términos barajados para denominar a la recién independizada América meridional, un elemento en su momento unificador y reivindicante para el descubridor. Sin embargo, el término cayó en evidente desuso y se limitó a nombrar a la actual República de Colombia. Casi que manteniendo la esencia de lo que pudo ser, Colombia, el país, logró condensar en su ombligo las contradicciones del continente que se desborda a sus pies. Colombia es un cuello de botella, donde nace la diversidad geográfica y natural que caracteriza todo lo que le sigue. Podría argumentarse, a la vez, que en Colombia se acentúan esas particularidades sociales, políticas y económicas propias de la herencia hispana y, consigo, se exagera el devenir histórico de toda Nuestra América. Dos siglos de conflictos internos y una pobreza casi endémica dan cuenta de ello y convierten las palabras de Martí en un recordatorio local de lo que puede ser una nacionalidad que sobrelleve las contradicciones internas y que, así mismo, pueda ser reflejo para el resto del continente.
Volviendo al asunto central de los nuestroamericanos, el reconocimiento de la primera persona resulta esencial como medio de entendimiento. De allí resulta que la amistad, fraternidad y amor pueden ser alternativas históricas para el nacionalismo partidista. ¡Más que un partido, una identidad y un destino común para superar las cada vez más polarizantes contradicciones! Una nacionalidad que logre, como la leyenda de la fraternidad americana, unir a los diferente pueblos sobre la unanimidad del derecho a la diferencia, ¡desde lo fundamental! Esa debe ser la esencia de la nación colombiana como reflejo de Nuestra América.