Nos engañaron: la ley no nos va a salvar
Por: Juan Pablo Linares Uscher
Es una semana triste para Colombia. Empezamos día tras día con una sensación de impotencia y de tristeza profunda, y no es porque estemos viviendo algo nuevo, sino porque nos despertamos de una cuarentena para acordarnos del país en el que vivimos. Doscientos años continuos sin conocer un solo día de paz, y al parecer serán muchos más. Como muchos, sueño con cambiar el destino al cual parecemos estar condenados y, como todos, cada día pierdo un poco más de fe. Por esto, escribo desde mi impotencia y no espero lograr mucho, pero anhelo lo mejor.
Hace tres años decidí estudiar Derecho creyendo, de forma ingenua, que era el punto de partida para lograr un cambio en el país que amo y, a pesar del profundo amor que le tengo a mi carrera, no podía estar más equivocado. Cometí el mismo error que todos con la Constitución de 1991: le dimos un carácter romántico al Derecho, imaginándonos que la ley redactada de manera estética iba a cambiar nuestra realidad de manera automática, como si hubiéramos descubierto el hechizo de magia perfecto y no tuviéramos que hacer nada más para solucionar todos nuestros males. En vísperas de los treinta años de este icónico hecho que los abogados y estudiantes de derecho tanto celebramos, podemos decir que contamos con una de las cartas políticas con mayor cantidad de “derechos fundamentales” enlistados, pero con una realidad extremadamente lejana a lo enunciado; es decir: fracasó. Es el momento de despertar y darnos cuenta de que no es un problema normativo, ni de derechos, ni de leyes y, mucho menos, de penas. El mal funcionamiento de la Policía Nacional y sus abusos de poder no van a ser resueltos con una “reforma estructural”. Los vándalos y criminales que agreden de diversas maneras al Estado y a la ciudadanía tampoco van a dejar de delinquir con un aumento en las penas o un incremento en el uso de la fuerza del Estado. Estamos buscando una salida rápida que ya vimos que no funciona, procrastinando la solución real del problema de fondo, porque es muy difícil mirarse en el espejo y darse cuenta de que el problema está en nosotros mismos.
Podemos hacer todas las reformas que queramos, expedir infinitas leyes y enunciar todos los derechos del mundo en la Constitución y no vamos a lograr nada. Lo único que necesita una reforma estructural en este país es la sociedad misma; nosotros somos los culpables de esta violencia desmedida, lo hemos sido siempre y lo seguiremos siendo hasta que no nos demos cuenta de que tenemos la responsabilidad. Tenemos una tendencia hacia la intolerancia y al odio, y no soportamos al que piensa diferente. Nuestra respuesta natural e histórica es agresiva y, mientras sigamos en este círculo vicioso, no vamos a poder progresar como país.
Saquemos el espejo del bolsillo y reconozcamos que está en nuestras manos el cambio que tanto esperamos. Dejemos de lavarnos las manos en el Derecho y en las leyes, que son meros instrumentos y, como cualquier instrumento, dependen de los músicos y del director de orquesta para lograr su cometido. Reconozcamos que nos equivocamos como país y como sociedad, no nos dejemos consumir por esa violencia que nos ha condenado durante tanto tiempo. No hay que obviar que la violencia no es solo la física: es cualquier tipo de acto que atenta contra la dignidad de otra persona. El problema es que solo nos damos cuenta de que está presente hasta que estalla físicamente, como ha sucedido en los últimos días y, precisamente por eso, hay que reconocerla en sus otras facetas antes de llegar a este punto. No nos dejemos llevar por el odio y la polarización, busquemos puntos de convergencia y empecemos a deliberar en vez de agredir. Consecuentemente, hay que tener una postura más crítica y condenar a los líderes políticos que incitan a estos comportamientos; no podemos permitir que nos instrumentalicen para lograr sus fines personales a través de la incitación al odio.
Nadie va a venir a salvarnos con un hechizo legal mágico. Dejemos de hablar de reestructurar las instituciones y de reformar la ley, y empecemos a hacerlo con nosotros mismos. El futuro de nuestro país está exclusivamente en nuestras manos. Dejemos de echar culpas y de vivir de los conflictos del pasado, porque es necesario dar un paso adelante y replantearnos la clase de país que queremos ser. La Paz no es ningún acuerdo y la dignidad humana no la crea ninguna ley, sino que es algo que conseguimos como sociedad, mejorando cada día y aprendiendo de nuestros errores, pero no lo vamos a lograr respondiendo a la violencia con más violencia.
Es una semana triste para Colombia. Empezamos día tras día con una sensación de impotencia y de tristeza profunda, y no es porque estemos viviendo algo nuevo, sino porque nos despertamos de una cuarentena para acordarnos del país en el que vivimos. Doscientos años continuos sin conocer un solo día de paz, y al parecer serán muchos más. Como muchos, sueño con cambiar el destino al cual parecemos estar condenados y, como todos, cada día pierdo un poco más de fe. Por esto, escribo desde mi impotencia y no espero lograr mucho, pero anhelo lo mejor.
Hace tres años decidí estudiar Derecho creyendo, de forma ingenua, que era el punto de partida para lograr un cambio en el país que amo y, a pesar del profundo amor que le tengo a mi carrera, no podía estar más equivocado. Cometí el mismo error que todos con la Constitución de 1991: le dimos un carácter romántico al Derecho, imaginándonos que la ley redactada de manera estética iba a cambiar nuestra realidad de manera automática, como si hubiéramos descubierto el hechizo de magia perfecto y no tuviéramos que hacer nada más para solucionar todos nuestros males. En vísperas de los treinta años de este icónico hecho que los abogados y estudiantes de derecho tanto celebramos, podemos decir que contamos con una de las cartas políticas con mayor cantidad de “derechos fundamentales” enlistados, pero con una realidad extremadamente lejana a lo enunciado; es decir: fracasó. Es el momento de despertar y darnos cuenta de que no es un problema normativo, ni de derechos, ni de leyes y, mucho menos, de penas. El mal funcionamiento de la Policía Nacional y sus abusos de poder no van a ser resueltos con una “reforma estructural”. Los vándalos y criminales que agreden de diversas maneras al Estado y a la ciudadanía tampoco van a dejar de delinquir con un aumento en las penas o un incremento en el uso de la fuerza del Estado. Estamos buscando una salida rápida que ya vimos que no funciona, procrastinando la solución real del problema de fondo, porque es muy difícil mirarse en el espejo y darse cuenta de que el problema está en nosotros mismos.
Podemos hacer todas las reformas que queramos, expedir infinitas leyes y enunciar todos los derechos del mundo en la Constitución y no vamos a lograr nada. Lo único que necesita una reforma estructural en este país es la sociedad misma; nosotros somos los culpables de esta violencia desmedida, lo hemos sido siempre y lo seguiremos siendo hasta que no nos demos cuenta de que tenemos la responsabilidad. Tenemos una tendencia hacia la intolerancia y al odio, y no soportamos al que piensa diferente. Nuestra respuesta natural e histórica es agresiva y, mientras sigamos en este círculo vicioso, no vamos a poder progresar como país.
Saquemos el espejo del bolsillo y reconozcamos que está en nuestras manos el cambio que tanto esperamos. Dejemos de lavarnos las manos en el Derecho y en las leyes, que son meros instrumentos y, como cualquier instrumento, dependen de los músicos y del director de orquesta para lograr su cometido. Reconozcamos que nos equivocamos como país y como sociedad, no nos dejemos consumir por esa violencia que nos ha condenado durante tanto tiempo. No hay que obviar que la violencia no es solo la física: es cualquier tipo de acto que atenta contra la dignidad de otra persona. El problema es que solo nos damos cuenta de que está presente hasta que estalla físicamente, como ha sucedido en los últimos días y, precisamente por eso, hay que reconocerla en sus otras facetas antes de llegar a este punto. No nos dejemos llevar por el odio y la polarización, busquemos puntos de convergencia y empecemos a deliberar en vez de agredir. Consecuentemente, hay que tener una postura más crítica y condenar a los líderes políticos que incitan a estos comportamientos; no podemos permitir que nos instrumentalicen para lograr sus fines personales a través de la incitación al odio.
Nadie va a venir a salvarnos con un hechizo legal mágico. Dejemos de hablar de reestructurar las instituciones y de reformar la ley, y empecemos a hacerlo con nosotros mismos. El futuro de nuestro país está exclusivamente en nuestras manos. Dejemos de echar culpas y de vivir de los conflictos del pasado, porque es necesario dar un paso adelante y replantearnos la clase de país que queremos ser. La Paz no es ningún acuerdo y la dignidad humana no la crea ninguna ley, sino que es algo que conseguimos como sociedad, mejorando cada día y aprendiendo de nuestros errores, pero no lo vamos a lograr respondiendo a la violencia con más violencia.