LA FRONTERA
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​Conciliación entre...

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Conciliadora: María Daniela Delgado

La muerte de George Floyd el pasado 25 de mayo, en manos de cuatro agentes de policía de Mineápolis, desató una serie de protestas mundiales contra el abuso policial frente a la comunidad afrodescendiente y, en general, contra el racismo. Estas manifestaciones se han caracterizado, además, por sus señalamientos vehementes a las personas blancas que no participan en ellas. “White silence is violence”, en español “el silencio del blanco es violencia”, es una de las expresiones de dicho tipo que más eco ha hecho en el mundo, y se ha convertido en objeto de un complejo debate en el que se discuten su naturaleza e implicaciones.

Alejandro Manrique y Mariana Crane, dos de nuestros columnistas, han hecho patente esta discusión en La Frontera mediante sus respectivas columnas y, consecuentemente, entre nuestros lectores. Cada uno planteó concienzudamente su postura frente a la polémica frase “el silencio del blanco es violencia”, y ahora estas dos visiones se ven contrapuestas. No obstante, atendiendo a nuestro propósito de encontrar el punto que nos une, queremos aprovechar este explícito y válido disenso para entablar un diálogo entre las ideas de uno y otro, y, consecuentemente, entre ustedes: nuestros lectores. Así, sin pretender más que develar un posible consenso entre dos posturas a simple vista irreconciliables, queremos incentivar la conversación entre lo disímil.

Mariana y Alejandro no se plantearon la misma pregunta para dar inicio a la argumentación de sus posturas, lo cual se evidencia en la temporalidad de sus escritos, las particularidades abordadas en ellos y sus estructuras libres; sin embargo, es posible circunscribir la generalidad de las ideas a una amplia cuestión: ¿el silencio, en un escenario de injusticia, es violento o no? O, lo que es equivalente en el contexto bajo análisis: ¿mantenerse silencioso ante una situación que demuestra la existencia de una estructura social injusta, es una forma de perpetuar dicha estructura?
Para empezar este análisis, miremos las respuestas que cada uno da a esta pregunta. Por un lado, Alejandro opina que el silencio es una manifestación de neutralidad, la cual concibe como “una forma de llegar a un punto medio”, por lo que no puede considerarse violenta. Basado en esto, califica de extremista e ilógica la frase según la que el silencio del blanco es violencia, pues argumenta que en ella hay una generalización discriminatoria. Por otro lado, Mariana opina que el silencio ante situaciones de injusticia también es violencia porque, aunque bien refleje neutralidad, sigue permitiendo la reproducción de sistemas de violencia estructural; así, Mariana califica esta neutralidad como inherentemente violenta. Ahora, las posturas resumidas en sus respectivas tesis resultan, en su exigüidad, tajantemente incompatibles; para entablar una relación que permita señalar posibles puntos comunes es necesario explorar con minucia los argumentos que las soportan. (He aquí la importancia de la conversación pues, a diferencia de un simple monólogo, como pueden ser los textos individualmente considerados, esta permite tejer en tiempo real: construir).

En primer lugar, Alejandro fundamenta su postura en que “White silence is violence” resulta una generalización tan discriminatoria como la creencia de que las personas negras son inferiores, pues da por supuesto que todos los que se opongan al racismo son pacíficos, mientras que quienes no lo hagan son violentos. No cree que todas las personas estén obligadas a expresarse públicamente contra el racismo debido a, primero, la posibilidad de escoger el medio para hacerlo y, segundo, al derecho de libertad del que goza el ser humano. Alejandro explica que lo anterior radica, respectivamente, en que es posible rechazar el racismo con suficiencia desde la cotidianidad y no necesariamente posteando en redes sociales o marchando en espacios públicos; y que nadie debería ser obligado a manifestarse de ninguna forma determinada. Luego, explica que la neutralidad es admisible en relación con ciertas formas de manifestación contra el racismo, así como en otros tipos de “temas esenciales” (feminismo, elecciones presidenciales, etc.), en los que asumir neutralidad no implica ser machista o volverse apolítico. Finalmente, Alejandro advierte sobre el peligro de que, mediante frases extremistas (“el silencio del blanco es violencia”), las revoluciones y sus manifestaciones pretendan, incoherentemente, imponer unas únicas ideas válidas y aceptables en la sociedad.

Por otro lado, Mariana es enfática en que tanto el silencio como la neutralidad que este pueda reflejar son violentos porque no buscan impedir la opresión propia de una estructura injusta y, por ende, permiten que se reproduzca. Enseguida, admite que la frase “White silence is violence” puede resultar ilógica e injusta para quien conciba la violencia en su sentido más coloquialmente usado (violencia directa), por lo que referencia a Galtung, quien plantea dos acepciones de la misma: violencia personal y estructural. Mariana indica que el caso examinado trata de violencia estructural o indirecta, para la que no es indispensable un perpetrador “con nombre y apellido” sino que es mediante estructuras mismas de la sociedad que se perjudica a ciertos grupos. Asegura que, en consecuencia, quien calla está validando la institución que oprime con sistematicidad y, como no lucha para revertirla, la refuerza. Por último, Mariana aclara que lo realmente importante es reconocer que todos hemos sido perpetradores de violencia estructural y, en ese sentido, debemos ser conscientes de las estructuras que dan lugar a estas desigualdades y expresarnos contra ellas, aunque no necesariamente se haga subiendo historias a Instagram o gritando en las calles. La conclusión de Mariana es que el silencio no se combate con ruido, sino con movimiento: se necesita de un discurso asertivo, efectivo y contundente que rechace la violencia estructural y se refleje en acciones coherentes.

Ciertamente, las posturas de Mariana y Alejandro difieren (y mucho) pero, a mi parecer, ya no sería acertado graficarlas como dos líneas paralelas, lo cual hubiera sido un razonable primer instinto tras leer sus tesis, sin más. Resulta que en lo subyacente sí existen ciertos puntos comunes que están lejos de ser nimiedades y, al contrario, tienen un rol fundamental en la lucha contra las injusticias: asumir una actitud de rechazo permanente frente al racismo. Tanto Alejandro como Mariana hacen alusión a esta en sus propios términos cuando, respectivamente, hablan de cotidianidad y movimiento. La cotidianidad evoca repetición, rutina, hábitos; el movimiento implica actividad, vibración y flujo: ambos, partiendo de una condena al racismo, proponen la ejecución permanente de acciones en el diario vivir de todos los que rechazamos esta estructura injusta de opresión social. Ahora, no creo que el simple hecho de ser abiertamente antirracista deba aplaudirse porque, más que otra cosa, creo que es un deber serlo, por lo que no necesita ni merece felicitación. Esto, sin embargo, no quiere decir que resaltar la convergencia de nuestros columnistas en este punto sea inane sino, al contrario, puede ser un recordatorio útil para todos los que, inicialmente, asumimos con severidad una posición a favor de una de ellas y en contra de la otra. Fue hasta que hice este ejercicio de escritura que pude identificar que, en efecto, hay puntos que unen a Mariana y a Alejandro y, por ende, a mí, su lectora, con uno de ellos (naturalmente con el que me encuentro en desacuerdo). Asumir un rol conciliador no implica dejar de lado las convicciones propias y “mutar a la tibieza”, sino desear comprender al otro admitiendo los propios sesgos.

También, para soportar sus respectivos puntos propositivos —manifestarse cotidianamente y estar en movimiento— Alejandro y Mariana recurren a la antítesis textual de silencio: el ruido. Ambos ilustran este concepto a través de dos ejemplos actualmente en auge: la publicación de historias en Instagram y la protesta social. Cabe resaltar que ninguno de los dos “condena” estas formas de manifestación al vano ruido en sí mismas, sino que parecen hacerlo cuando únicamente se opta por estas sin acompañarlas de un proceso personal reflexivo y coherente, de manera que son ineficientes. Por un lado, Mariana señala que el ruido es antónimo de silencio y, por tanto, podría pensarse que es su antídoto, lo cual es equivocado pues aquel no soluciona ni ayuda a solucionar la violencia estructural en cuestión. Para ella, la ruptura del silencio debe darse de forma oportuna, eficiente y metódica, características de las que carece el ruido al ser poco complejo y, por eso, insuficiente para combatir el silencio. Mariana, como ya se explicó, propone el movimiento como solución, pues este implica acciones de impacto profundo que logran influir en las estructuras que perpetúan los tratos desiguales. Ahora bien, Alejandro coincide en rechazar el ruido como forma legítima de manifestarse ante las injusticias, pero el camino que recorre es distinto al de Mariana: este basa su postura, entre otras ideas, en la dualidad silencio-ruido, en un sentido literal. Esto lo conduce a asegurar que el silencio no es violento porque, si su opuesto natural es nada menos que una noción tan perjudicial como el ruido, no se le puede atribuir al silencio la categoría de “violento”. Este punto resulta, entonces, paradójico pues si bien es uno en común —y, además, de gran envergadura—, se presta para diversas interpretaciones como las que hacen Mariana y Alejandro, y permite el surgimiento de posturas que a simple vista parecen antagónicas. 
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En conclusión, aún en las posturas más “dispares” se puede llegar a un acuerdo sobre lo fundamental, un punto que une, como es en este caso el rechazo hacia la injusticia, específicamente el racismo, y las manifestaciones que, buscando combatir las injusticias, se convierten en ruido torpe e ineficaz. Finalmente, cabe resaltar que ambos textos tienen fundamentos teóricos distantes; mientras Mariana acoge la violencia indirecta de Galtung, parece evidente que Alejandro la rechaza. Esta divergencia no es gratuita: tendrá grandísimas implicaciones al concebir una idea concreta de racismo (que, sin duda, ambos consideran violento), señalar los comportamientos e instituciones propios de esta ideología y, en consecuencia, decidir erradicarlos o no. Este es el verdadero meollo del tema en particular, pues es el punto que marcará la bifurcación de las posturas, las cuales requerirán un debate informado y profundo que las discuta. No obstante, aunque aquello escapa de las pretensiones de esta conciliación, sí puede facilitarse gracias a esta, o a un ejercicio similar: será mucho más sencillo abordar una discusión tan delicada e, incluso, incómoda --como muchas que socialmente estamos decidiendo, por fin, tener en la actualidad-- partiendo de un punto común que pueda hacer las veces de plataforma sobre la cual inicie una edificación intencionada de conocimiento. Quién sabe, posiblemente para muchos este pueda ser un aliciente más para osar discutir con personas ideológicamente diferentes a nosotros. Deberíamos, siempre, intentar encontrar el punto que nos une.
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