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Renovación del contrato social en Colombia en la década post-Covid

Por: Jimena Hurtado

Resulta muy amplia la invitación a reflexionar sobre la renovación del contrato social en Colombia más aún cuando la invitación establece un horizonte de tiempo específico y un hecho histórico excepcional. Siguiendo a John Rawls, la renovación del contrato social es permanente, a eso se refiere cuando habla de un equilibrio reflexivo, porque implica participación activa de los ciudadanos en el debate público de manera que las premisas y las condiciones del acuerdo que les permite vivir bajo un marco institucional determinado se evalúen y renueven constantemente. Se trata entonces de una propuesta que invita a la renovación permanente del compromiso ciudadano con el orden social y de la responsabilidad de cada uno de sus miembros con su funcionamiento. En ese sentido, la renovación del contrato social no podría enmarcarse en un periodo de tiempo específico ni se podría asociar con un hecho histórico excepcional. No obstante, la coyuntura por la que estamos atravesando y que ha puesto de presente de manera mucho más visible y marcada las consecuencias de las decisiones políticas que hemos tomado como sociedad en el pasado, sí nos podría dar una oportunidad única para revaluar los acuerdos institucionales que tenemos en este momento. 

El momento constitucional, por su parte, también siguiendo a Rawls corresponde a un punto de corte, a una transición, a un momento de reunión y, si se quiere, de pausa y encuentro para transformar. Estos momentos son excepcionales y, por lo general, responden a crisis institucionales en las cuales se cuestiona la capacidad de los arreglos y acuerdos existentes para lidiar, contener y dar dirección el conflicto social. Porque en la tradición del contrato social, la razón de ser de este acuerdo entre partes es precisamente manejar el conflicto social propio de toda comunidad de seres humanos. En especial, en esta tradición, cuyos pilares son la libertad y la responsabilidad ciudadanas, resulta fundamental partir del reconocimiento del conflicto inherente a cualquier arreglo social, en el cual cada contratante, que por virtud del contrato se convierte en ciudadano, busca avanzar sus propios intereses, asegurar la cooperación, mejorar las interacciones y garantizar la existencia de instituciones confiables que diriman de manera imparcial los enfrentamientos y hagan valer los derechos individuales. La tradición del contrato social no pretende eliminar el conflicto ni tampoco homogeneizar los intereses o hacer que todos los ciudadanos piensen o quieran lo mismo o siquiera que tengan una definición unánime y universal de lo que es el bien común. El contrato social establece condiciones para la paz que implica confianza entre los ciudadanos y en las instituciones, sabiendo que todos son iguales ante la ley y que cada uno cuenta y es considerado en los acuerdos comunes. Pero la tensión nunca desaparece. Se trata de una paz frágil, inestable, que, de nuevo volviendo a Rawls, debe ser renovada constantemente a través del ejercicio de la tolerancia en el debate público. Y la exigencia de tolerancia es fuerte porque no se trata de una exigencia de indiferencia, de asumir una posición en la cual los demás pueden hacer lo que quieran mientras no afecten a otro, porque en una comunidad social y política no hay acción o comportamiento alguno que no tenga efectos sobre los demás. La tolerancia implica la capacidad de debatir sin agresión y sin violencia con aquel que nos resulta insoportable, con aquel con quien estamos en absoluto desacuerdo y con quien la posibilidad de llegar a un consenso es ínfima si no nula. 

Ignorar el ejercicio de la tolerancia, de renovación del equilibrio reflexivo, implica la disolución de los lazos y de los compromisos que mantienen el contrato. Supone, entonces, la erosión del contrato social. Este proceso de erosión lleva al incremento de la violencia física y simbólica y a la exclusión donde solo debatimos con quienes son cercanos o semejantes a nosotros. La violencia entre ciudadanos y contra quienes son excluidos, a quienes se les niegan o se les ignoran o no se les protegen sus derechos ciudadanos, lleva al rompimiento, a la explosión del contrato. La desobediencia civil se puede convertir en sublevación, en rebelión violenta porque los excluidos y violentados ya no tienen qué perder si el contrato desaparece o se rompe. 

¿Estamos ahí? ¿La tragedia de la pandemia nos ha llevado al límite, a la deslegitimación del contrato social? Muchos alegarán que en Colombia el contrato social ha sido incumplido siempre. Que su fragilidad está asociada con la incapacidad de incluir a buena parte de la población, con la apatía de la mayoría de los ciudadanos asociada a la corrupción de la política y de los políticos, a la imposibilidad de este arreglo institucional de garantizar una mínima igualdad de oportunidades, a su incapacidad de garantizar el goce efectivo de derechos para todos los colombianos, a la cooptación del aparato institucional por parte de unas elites económicas y políticas que se renuevan y se reproducen. Y la pregunta entonces, es la misma hoy que siempre en nuestra historia: ¿reforma o revolución? Jean-Jacques Rousseau nos decía que, por lo general, la Voluntad General permanece en silencio a menos que esté profundamente en desacuerdo. En esos momentos se hace oír en las calles y por todos los medios. Ignorarla o incluso intentar hablar en su nombre no son caminos de éxito. 

Por ahora solo podemos tener pistas, al menos, sobre los elementos que nos han llevado a la situación en la que nos encontramos y que, ojalá puedan alimentar e informar el debate público y promover el interés y la participación ciudadana. Tal vez exista la oportunidad para que cada ciudadano vuelva a sentir que su voz cuenta y que si no la hace oír seguiremos en el mismo círculo de incredulidad y desconfianza frente a las instituciones públicas que permiten la reproducción y afianzamiento de decisiones que pueden ser percibidas como excluyentes, discriminatorias o en favor de pocos, buscadores de rentas, que han cooptado el aparato del Estado. 
La pandemia ha expuesto de manera inocultable, cruel y despiadada la desigualdad en muchas de sus dimensiones: de ingreso, de oportunidades, de género. Ninguna de estas dimensiones es nueva, ninguna surgió con la pandemia, ninguna es desconocida, prácticamente todas están sobrediagnosticadas; cada una hace que los efectos de la pandemia sean aún más devastadores. Son los más vulnerables, los trabajadores informales, las mujeres, las minorías étnicas e identitarias, los niños y jóvenes en las áreas rurales y las áreas menos favorecidas, quienes llevan el mayor peso de la carga al ver reducidas o eliminadas sus fuentes de ingresos, multiplicada su carga laboral con las labores del cuidado, al ser víctimas de violencia con múltiples orígenes y perpetradores, o al tener menor acceso a conectividad y, por lo tanto, sufrir el impacto de la brecha educativa. 

También tenemos unos primeros indicios sobre efectos y consecuencias de la pandemia sobre creencias, comportamientos e interacciones. Hemos visto muestras de solidaridad, cooperación, diligencia y eficiencia. Pero también hemos visto como, a medida que pasa el tiempo, crece la desconfianza pero ahora no sólo de las instituciones públicas y sus funcionarios sino también de los demás. El temor que genera la enfermedad, la escasa información con la que contamos y su facilidad de contagio ha llevado a que nos miremos con recelo y a expresiones más o menos violentas de segregación, señalamiento y escarnio público no solo contra quienes están en la primera línea de atención, los trabajadores de la salud, sino también contra quienes se han contagiado o contra quienes percibimos como potenciales vectores de contaminación. Hemos llegado a situaciones de agresión y señalamiento contra quienes se hacen la prueba por la mera sospecha lo que reduce la efectividad del tamizado en la población sencillamente porque cada vez más individuos se niegan a hacérsela para no sufrir esos comportamientos violentos de sus vecinos, conocidos o colegas. El temor también ha llevado a priorizar el corto plazo en nombre de la dimensión más evidente de la vida, la salud, y en detrimento de otras dimensiones de la misma, por ejemplo, la educación, o la salud y el bienestar mental y emocional. El temor de la enfermedad y del contagio ahora está acompañado por el temor por el incremento de la inseguridad, de la criminalidad y del alcance de los actores violentos. El temor, la desconfianza, la incertidumbre y la desinformación parecen ser las consecuencias con las que tendremos que lidiar además del retroceso en los avances sociales resultado del impacto potenciador de la pandemia sobre la desigualdad. 
​

Esta coyuntura nos enfrenta a la pregunta de la tradición del contrato social: ¿cómo construimos comunidad? Una comunidad política de ciudadanos libres y responsables capaces de enfrentar el conflicto, encontrar mecanismos eficaces para manejarlo y contenerlo, y participar en el debate público desde la tolerancia. El desafío es enorme. Los primeros pasos son definitivos: reconocer la diversidad, enfrentar la desigualdad y participar. Empezar por reconocer que el Estado es más que un aparato burocrático compuesto por funcionarios indolentes. El Estado somos todos y es lo que hagamos que sea. El goce efectivo de derechos requiere el compromiso y el aporte de todos. El punto inicial parece ser darnos los medios para realizar el proyecto y los medios son recursos. Por eso, el punto inicial debería pasar por una reforma tributaria estructural. 

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