Salvación Nacional
Por: Juan Esteban Matallana
Hoy se cumplen 101 años del nacimiento de Álvaro Gómez.
Cada año, a medida que esta fecha se acerca —indiferente y desconsiderada—, los periódicos se llenan de artículos que, aunque son nuevos, dicen siempre lo mismo y se publican por costumbre cada año en esta época: “El talante de un gran conservador”, “¿Quién mató a Álvaro Gómez?”, “El conservatismo, nuevamente de luto”. Pero no pasan de ahí, son efemérides disfrazadas de artículos.
En una de esas jugadas maestras e inexplicables del universo, esta fecha tan nostálgica para los alvaristas está separada por tan solo unos días de la conmemoración del cobarde asesinato de Carlos “El Comandante” Pizarro, el 26 de abril de 1990. El interludio entre ambas fechas es testigo de miles de publicaciones en redes sociales y de los tradicionales homenajes hechos por parte de los seguidores de Gómez y del “Eme”, cuyas nostalgias quedarán eternamente unidas por el azar de las fechas.
¡Qué ironía!
Este juego de fechas es tan solo una de las tantas cosas que unieron a Álvaro Gómez con el M-19 a lo largo de su vida.
El 29 de mayo de 1988 esta guerrilla secuestró a Gómez. Álvaro iba saliendo de misa en la 88 con 11 cuando fue alcanzado por un escuadrón urbano del M-19. Lo metieron en una camioneta y se lo llevaron a las bravas: “Doctor: esto nos sale bien si le metemos buen talante…” (Constaín, 2019, pág. 340). Ahí comenzó uno de los episodios más bonitos (de nuevo, qué ironía) que ha tenido nuestro triste país: Gómez, líder del Partido Conservador y en cautiverio, comenzó a intercambiar cartas con el Comandante Pizarro. Me quiero imaginar que escribieron lo divino y lo humano en ellas, exponiendo sus ideas y su filosofía, y que lo hicieron sin tratar de convencer al otro; sabían que esto era casi imposible.
Pagaría y haría lo que fuera por leer esas cartas. Para entender qué carajos se decían, qué le reconocían al otro, qué no les gustaba. En fin, para entenderlos a ambos. Este secuestro fue más corto que largo, pues muy pronto Gómez estaba de vuelta en Bogotá tratando de encontrar su propio espacio político antes de las elecciones de 1990. En ellas, Gómez y Pizarro se enfrentaron como candidatos, aunque este último no haya podido llegar al día de las elecciones, y le dieron un buen susto al Régimen (Gómez salió segundo y Navarro, del “eme”, tercero). Pizarro, con ideas de izquierda y esa interesante influencia cuban, y Gómez con su talante y su doctrina. Ambos coincidían en que el “statu quo” de la política estaba añejo, marchitado: había que cortarlo, había que ganarle a como diera lugar.
El Régimen los mató a los dos.
Este ejercicio catártico y nostálgico de recordar a dos muertos (los colombianos solo hacemos eso) es tremendamente doloroso si se toma cierta distancia histórica. Después de esas elecciones y de la Constituyente, en la que Navarro Wolff y Gómez le metieron otro buen susto al Régimen regalándonos, de taquito, una Constitución profundamente progresista y desarrollista, las ideas de Pizarro, mal que bien, siguen vivas (qué romántico) porque la sociedad, los jóvenes y los estudiantes se han encargado de mantenerlas vigentes, de renovarlas y modificarlas para que no pierdan su relevancia histórica. En contrapartida, las ideas de Gómez están enterradas, abandonadas y han sido discriminadas, porque hay quien las ve retardatarias, retrógradas o incluso fascistas (tristemente mucha gente).
Los colombianos se olvidaron de Álvaro Gómez, de su sacrificio por la paz, de su constante apuesta al desarrollo, a la reconciliación, a la justicia y al perdón. Se olvidaron de ese bloque progresista —cada uno a su manera— que el movimiento Salvación Nacional hizo con el M-19 para redactar la Constitución, para darle a este país un nuevo aire y para tumbar al Régimen.
La historia la escriben los vencedores: lapidario. Ellos seguramente seguirán asociando a Álvaro Gómez con el fascismo, seguirán culpándolo de los errores de su padre y pisoteando su memoria. Pero ahí es donde entra en juego la Resistencia (qué ironía) que los que admiramos a Álvaro --alvaristas, pero del bueno— debemos mantener viva y “en pie de lucha”; como si los papeles se hubieran invertido y nos tocara (qué ironía) defender la memoria de Gómez con la misma disciplina, libertad y cariño que los “emes” le tenían a la Revolución Cubana. Desde allí, sin duda, las pequeñas victorias sabrán delicioso.
Desde allí, sin duda, seguiremos metiéndole un buen susto al Régimen.
XXVI
¡Qué amigo de sus amigos!,
¡qué señor para criados
y parientes!,
¡qué enemigo de enemigos!,
¡qué maestre de esforzados
y valientes!,
¡qué seso para discretos!,
¡qué gracia para donosos!,
¡qué razón!,
¡cuán benigno a los sujetos!,
y a los bravos y dañosos,
¡qué león!
Hoy se cumplen 101 años del nacimiento de Álvaro Gómez.
Cada año, a medida que esta fecha se acerca —indiferente y desconsiderada—, los periódicos se llenan de artículos que, aunque son nuevos, dicen siempre lo mismo y se publican por costumbre cada año en esta época: “El talante de un gran conservador”, “¿Quién mató a Álvaro Gómez?”, “El conservatismo, nuevamente de luto”. Pero no pasan de ahí, son efemérides disfrazadas de artículos.
En una de esas jugadas maestras e inexplicables del universo, esta fecha tan nostálgica para los alvaristas está separada por tan solo unos días de la conmemoración del cobarde asesinato de Carlos “El Comandante” Pizarro, el 26 de abril de 1990. El interludio entre ambas fechas es testigo de miles de publicaciones en redes sociales y de los tradicionales homenajes hechos por parte de los seguidores de Gómez y del “Eme”, cuyas nostalgias quedarán eternamente unidas por el azar de las fechas.
¡Qué ironía!
Este juego de fechas es tan solo una de las tantas cosas que unieron a Álvaro Gómez con el M-19 a lo largo de su vida.
El 29 de mayo de 1988 esta guerrilla secuestró a Gómez. Álvaro iba saliendo de misa en la 88 con 11 cuando fue alcanzado por un escuadrón urbano del M-19. Lo metieron en una camioneta y se lo llevaron a las bravas: “Doctor: esto nos sale bien si le metemos buen talante…” (Constaín, 2019, pág. 340). Ahí comenzó uno de los episodios más bonitos (de nuevo, qué ironía) que ha tenido nuestro triste país: Gómez, líder del Partido Conservador y en cautiverio, comenzó a intercambiar cartas con el Comandante Pizarro. Me quiero imaginar que escribieron lo divino y lo humano en ellas, exponiendo sus ideas y su filosofía, y que lo hicieron sin tratar de convencer al otro; sabían que esto era casi imposible.
Pagaría y haría lo que fuera por leer esas cartas. Para entender qué carajos se decían, qué le reconocían al otro, qué no les gustaba. En fin, para entenderlos a ambos. Este secuestro fue más corto que largo, pues muy pronto Gómez estaba de vuelta en Bogotá tratando de encontrar su propio espacio político antes de las elecciones de 1990. En ellas, Gómez y Pizarro se enfrentaron como candidatos, aunque este último no haya podido llegar al día de las elecciones, y le dieron un buen susto al Régimen (Gómez salió segundo y Navarro, del “eme”, tercero). Pizarro, con ideas de izquierda y esa interesante influencia cuban, y Gómez con su talante y su doctrina. Ambos coincidían en que el “statu quo” de la política estaba añejo, marchitado: había que cortarlo, había que ganarle a como diera lugar.
El Régimen los mató a los dos.
Este ejercicio catártico y nostálgico de recordar a dos muertos (los colombianos solo hacemos eso) es tremendamente doloroso si se toma cierta distancia histórica. Después de esas elecciones y de la Constituyente, en la que Navarro Wolff y Gómez le metieron otro buen susto al Régimen regalándonos, de taquito, una Constitución profundamente progresista y desarrollista, las ideas de Pizarro, mal que bien, siguen vivas (qué romántico) porque la sociedad, los jóvenes y los estudiantes se han encargado de mantenerlas vigentes, de renovarlas y modificarlas para que no pierdan su relevancia histórica. En contrapartida, las ideas de Gómez están enterradas, abandonadas y han sido discriminadas, porque hay quien las ve retardatarias, retrógradas o incluso fascistas (tristemente mucha gente).
Los colombianos se olvidaron de Álvaro Gómez, de su sacrificio por la paz, de su constante apuesta al desarrollo, a la reconciliación, a la justicia y al perdón. Se olvidaron de ese bloque progresista —cada uno a su manera— que el movimiento Salvación Nacional hizo con el M-19 para redactar la Constitución, para darle a este país un nuevo aire y para tumbar al Régimen.
La historia la escriben los vencedores: lapidario. Ellos seguramente seguirán asociando a Álvaro Gómez con el fascismo, seguirán culpándolo de los errores de su padre y pisoteando su memoria. Pero ahí es donde entra en juego la Resistencia (qué ironía) que los que admiramos a Álvaro --alvaristas, pero del bueno— debemos mantener viva y “en pie de lucha”; como si los papeles se hubieran invertido y nos tocara (qué ironía) defender la memoria de Gómez con la misma disciplina, libertad y cariño que los “emes” le tenían a la Revolución Cubana. Desde allí, sin duda, las pequeñas victorias sabrán delicioso.
Desde allí, sin duda, seguiremos metiéndole un buen susto al Régimen.
XXVI
¡Qué amigo de sus amigos!,
¡qué señor para criados
y parientes!,
¡qué enemigo de enemigos!,
¡qué maestre de esforzados
y valientes!,
¡qué seso para discretos!,
¡qué gracia para donosos!,
¡qué razón!,
¡cuán benigno a los sujetos!,
y a los bravos y dañosos,
¡qué león!
Nota: No alcanzarán las palabras para darle las gracias a Juan Esteban Constaín por mantener viva esta lucha, esta admiración y, al fin y al cabo, esta Resistencia.