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Tener ojos

Autor: Nicolás Niño
El año en que nací también nacieron otras 132 millones de personas. Bueno, ciento treinta y un millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve personas, para ser exactos. Es urgente ser exactos. De esas personas, alrededor del 59% nacieron en Asia, 22% en África, 9% en América Latina, 5% en Europa, 3% en América del Norte y 0.4% en Oceanía. Notarán que esos números no suman 100%. No siempre es importante ser exactos.

Según datos de un año después (porque no encontré en el DANE datos de mi año), nacieron en Colombia 720.984 personas, de las cuales 369.378 eran hombres —o sea un 51% del total—, de los cuales 71.409 nacieron en Bogotá. En otras palabras, los hombres que nacieron en Bogotá son alrededor del 10% de todos los nacidos en Colombia un año después del mío. 

De acuerdo a esto, la probabilidad de nacer en Colombia es de 0.54%, la de nacer hombre en Bogotá es de 0.054% y, finalmente, la de nacer justo en mi día es de 0.00015%. Esta, sin embargo, está sobreestimada, pues se trata de una probabilidad condicionada en que, en efecto, nací. Teniendo en cuenta el universo de todos los intentos fallidos de procrear durante el 1997 (o desde el 1996), la probabilidad cae infinitamente. 

Con una probabilidad de 99.99985% de nacer en cualquier otro lugar del mundo, heme aquí. Nacer en Colombia es un acto de rebelión contra la estadística. Ese 0.00015% es, sin embargo, mucho más bajo —y no por las razones que expliqué anteriormente—. Es mucho más bajo porque asume que la probabilidad de nacer en cualquier estrato socioeconómico es la misma. La realidad es que, según el DANE, la probabilidad de elegir una familia al azar en Bogotá y que esta sea de estrato 1, 2 o 3 es casi 20 veces mayor a que sea una de estrato 5 o 6. De ahí podríamos asumir que la probabilidad de nacer en una familia estrato 1, 2 o 3 es 20 veces mayor, pero ese cálculo estaría seriamente subestimado, pues las familias estrato 1, 2 o 3, en promedio, tienen más hijos que sus congéneres de estratos altos. Por facilidad, sin embargo, usemos ese dato. La probabilidad de nacer en donde nací es entonces de 0.0000068%. 

De aquí en adelante se empiezan a dar una serie de probabilidades condicionales de la forma: la probabilidad de estudiar en un buen colegio dado el lugar en el que nací, la probabilidad de estudiar en una buena universidad dado el colegio en el que estudié, la probabilidad de conseguir un buen trabajo dado la universidad en la que estudié. La mayoría de estas probabilidades son altas, quizás incluso cercanas a 1. Y, ¿por qué? No por mi mérito propio; por una probabilidad de 0.0000068% que me puso en el camino “fácil” de la vida. Un completo azar. Resulta que dios sí juega a los dados con el universo.

Ese camino “fácil” resulta ser incluso más fácil si tenemos en cuenta otras probabilidades. Ya está incluida la probabilidad de ser hombre, que me facilita muchas cosas. La probabilidad de nacer heterosexual. La probabilidad de haber nacido cisgénero. La probabilidad de no nacer negro. La probabilidad de ser alto, que muchos estudios señalan como un factor en el éxito financiero y social. La probabilidad de no tener ninguna enfermedad o discapacidad que me impidiera estudiar y trabajar. Teniendo en cuenta todo esto, la probabilidad de nacer en dónde y cómo nací llega a ser casi de cero. 

Esta probabilidad de cero implica, sin embargo, que con muchísimo menos esfuerzo seguramente lograré llegar muchísimo más lejos que muchísimas personas. Con abrumadora probabilidad, hay muchas personas que trabajan y han trabajado más fuerte que yo. Con una buena probabilidad, también habrá personas con más talento que yo. Nada de eso importa, porque también, con mucha mayor probabilidad, nacieron donde no tocaba. 

¿Es cruel la probabilidad? No. Los crueles somos nosotros, los humanos, que no aceptamos el rol del azar en nuestras vidas y en las de los demás. Somos —robándome las palabras de uno de los genios más grandes de la literatura— ciegos que, viendo, no ven. Nos rehusamos vehementemente a aceptar esta realidad, y preferimos mentirnos con que nuestro éxito es gracias a nosotros (y a la gente que nos rodea, pero sin aceptar que esa gente, con una gran probabilidad, pudo ser otra). Este sesgo egocéntrico, como dirían los psicólogos, nos lleva, entonces, a subestimar las dificultades de los demás y a decir cosas tan idiotas como que “el pobre es pobre porque quiere”, en un país en que el pobre tarda 11 generaciones en dejar de serlo. 

Incluso cuando uno señala esto sobre uno mismo a personas muy estudiadas y muy inteligentes, hay cierto rechazo por la idea. Recuerdo una conversación que tuve con Silvia, que era entonces la directora de la carrera de economía, luego de ganar las olimpiadas nacionales de —obviamente— economía. Le dije, luego de pensar unos segundos, que cualquier persona que hubiera vivido mi vida habría ganado también ese premio. Me respondió que no, que ese premio era mío y que no tenía que demeritar mi esfuerzo. Hoy entiendo que esas dos ideas no son excluyentes: el premio sí es mío, pero al mismo tiempo es del azar. Es mío en el sentido de que, en efecto, mi esfuerzo contribuyó a que lo ganara, pero es del azar en el sentido de que mi esfuerzo solo fue relevante gracias a que partía ya de una posición privilegiada, una posición con una probabilidad cercana a 0. 

Hoy, sigo convencido de que cualquier persona que hubiera vivido mi vida exacta habría ganado ese premio, pero, curiosamente, si yo empezara desde cero mi vida de nuevo, lo más probable es que no hubiera ganado las olimpiadas, porque las cuestiones del azar habrían sido diferentes.
​

Aceptar que en todo lo que logramos hay una influencia gigante del azar es importantísimo, porque así entenderemos la idea contraria: que, en todo lo que los demás dejan de lograr, hay una influencia gigante del azar. No es una idea que parta de un odio por uno mismo ni de demeritar el esfuerzo propio. Es una que parte —siguiendo con las referencias al Ensayo sobre la ceguera— de entender que tener ojos es también un evento con probabilidad cercana a cero. Como en esa obra maestra y en la vida real, tener ojos nos da una responsabilidad para con los que no los tienen… De ayudarlos, pero, sobre todo, de comprenderlos.
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