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Un hombre rebelde

Por : Gabriel Morales Duque

Con el dinero que recibió por el Premio Nobel de Literatura en 1957, Albert Camus compró una casa de campo en el sur de Francia. Allí amaneció la mañana del 4 de enero de 1960 y tenía ya todo listo, incluso el tiquete de tren, para regresar a París tras algunos días de descanso. Compartía las vacaciones con su mujer y sus dos hijos, el invitado de honor, Michel Gallimard, su editor de aquel entonces, y la familia de este. Gallimard había comprado un Facel Vega, por lo que invitó a Camus a volver a París en el nuevo deportivo, a muchos kilómetros por hora. Camus, aún joven, aceptó la invitación. Envió a su familia en tren y él emprendió, con Gallimard, su último viaje: uno de los neumáticos estalló, el carro se partió en tres al chocar contra un árbol a la orilla derecha de la carretera y el Nobel, el más grande que ha parido la humanidad —en mi opinión—, falleció en el siniestro a sus 46 años.
Camus sabía que estaba condenado a una muerte prematura; sus múltiples afecciones pulmonares y tuberculosis así lo vaticinaban. Por eso, siempre, con algo de exasperación, intentó desprenderse de todo lo que tenía por decir. Antes de morir, con una impresionante convicción, dijo que su trabajo literario y filosófico aún no empezaba. Y, es difícil imaginar qué tenía en mente, conociendo sus genialidades, sus obras (todas maestras), entre las que se encuentran novelas, piezas teatrales y ensayos, que abarcan un amplio espectro de temas, desde la cuestión filosófica del sucidio en El mito de Sísifo; hasta la crítica de las ideologías y el gregarismo en El hombre rebelde; pasando por su propia vida en El primer hombre; el absurdo de la existencia en El extranjero; y la invasión Nazi de Francia, simbolizada con una nefasta epidemia en un pueblo argelino en La peste. 
Sin embargo, no es solamente su genio literario y filosófico lo que otorga importancia a este hombre y hace de su pensamiento algo imprescindible para entender el mundo. También, en los tiempos de oscuridad y odio en que vivió, se apartó del sectarismo y tomó la drástica decisión de pensar por sí mismo, lo que quiere decir que no se dejó imponer ni principios ni formas. 
Albert Camus se diferenció de los intelectuales de su época —de Sartre, por ejemplo—, pues supo anteponer la dignidad humana a las ideas, supo valorar la vida sobre el triunfo político y tuvo la sagacidad, así como la agudeza suficiente, para rechazar con vigor las prácticas más crueles de los extremos, fuese el nazismo de derecha o el comunismo de izquierda. Tuvo, también, la suspicacia —que tanta falta hizo a muchos de sus contemporáneos— para dudar y cuestionar a los líderes que dijeron ostentar la respuesta que salvaría el mundo: Hitler y todo lo que, en esencia, este representaba; pero también a Stalin, la utopía socialista y las atrocidades cometidas en su nombre, aún habiendo comulgado con sus ideales en un principio. 
Como ya había planteado años antes Stefan Zweig en Castellio contra Calvino, el humanismo y el fanatismo son incompatibles. Camus hizo esta regla suya y, además, elevó la moderación, coherencia y templanza, propias de ella, al máximo nivel de humanidad en un mundo en posguerra y fragmentado.  
En uno de sus ensayos más importantes, Camus habla de la figura del hombre rebelde, refiriéndose también a sí mismo, con el orgullo que lo caracterizó, como “un hombre que dice que no”. No obstante, señala que “decir que no” no es sinónimo de renunciar; todo lo contrario, es rehusarse a aceptar dócilmente el orden establecido como primer paso para poder cambiarlo. Un hombre rebelde, como él, es un hombre que, como decisión ética, opone lo que es preferible a lo que no lo es, cuyo ejercicio se debe hacer excluyendo ideologías y pensando, únicamente, en el bienestar humano.

Por todo esto, recibió, el 10 de diciembre de 1957, el Nobel de Literatura en Estocolmo. Dio un discurso de varios minutos en el que defendía el anhelo de cada generación por cambiar el mundo. Y, aunque con convencimiento añadió que la suya no lo lograría, —por modestia, quizá— se equivocó. Sesenta años después del trágico accidente en la carretera de Borgoña, por lo menos, cambió el mío: me enseñó que no se puede justificar ningún atropello cometidos en nombre de enemigos o amigos, que la libertad es nuestra única compañera indispensable de viaje y, que ese viaje, como descubrió Sísifo, es para disfrutar. El viaje debe disfrutarse, así la piedra ruede todos los días cuando estamos a punto de coronar la cima.
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