LA FRONTERA
  • Inicio
  • Secciones
    • Columnas de opinión
    • Hechos históricos
    • Biografías
    • Encontrando la Frontera
  • ¿Quiénes somos?
  • Contacto
  • El arte de la violencia
  • La reforma que se cayó por un huevo
  • Violencia obstétrica, una realidad invisibilizada
  • Me llamo Samuel...
  • La violencia detrás de la renuencia a la despenalización del aborto
  • ¿Quién defiende a Claudia?
  • La carencia de empatía en la política colombiana
  • Un argumento feminista a favor de la semi-presencialidad
  • Si, acepto. La vida es el arte de aprender a vivirla
  • Inicio
  • Secciones
    • Columnas de opinión
    • Hechos históricos
    • Biografías
    • Encontrando la Frontera
  • ¿Quiénes somos?
  • Contacto
  • El arte de la violencia
  • La reforma que se cayó por un huevo
  • Violencia obstétrica, una realidad invisibilizada
  • Me llamo Samuel...
  • La violencia detrás de la renuencia a la despenalización del aborto
  • ¿Quién defiende a Claudia?
  • La carencia de empatía en la política colombiana
  • Un argumento feminista a favor de la semi-presencialidad
  • Si, acepto. La vida es el arte de aprender a vivirla
Search by typing & pressing enter

YOUR CART

Imagen

Universo ficticio

Por: Gabriel Morales Duque

La aparición de las redes sociales tuvo un buen recibimiento, especialmente en el ámbito político, pues, como bien lo dice Zygmunt Bauman en su libro ‘Generación líquida’, se presentaron esas redes como una “herramienta ideal y democrática”, que parecía poder acabar con la mezquindad que ha caracterizado al ejercicio público en Colombia: darle vía libre a un debate civilizado, a un intercambio de ideas amable pero contundente y firme, a un trueque de argumentos entre gente decente. Pero para nuestra decepción, ha sido todo lo contrario y en vez de enriquecerlo, como debían haber hecho, las redes han empobrecido y degradado la conversación, a tal punto de haberse convertido en el instrumento de cabecera de los bárbaros de ambas orillas para destilar sin fuero ni ley todo su odio y resentimiento.

Algo anda mal con la política en Colombia. Basta revisar superficialmente el desprestigio y la falta de credibilidad que a diario carcome a los funcionarios y compararlo con la fenomenal reputación y la inconmensurable influencia de políticos del siglo pasado como Álvaro Gómez Hurtado o Carlos Lleras Restrepo para darse cuenta. Y si analizamos, el único cambio realmente drástico y revolucionario a nivel social en este período que comprende la Colombia moderna, es la aparición paulatina de diferentes tecnologías y plataformas virtuales de interacción pública, como Facebook,
Twitter e Instagram. Redes sociales que (al menos en Colombia, o especialmente en Colombia, por ser los colombianos hipócritas y envidiosos como somos), no nos han hecho mejores; por el contrario, nos han ayudado a proyectar lo más ruin, vanidoso y abyecto de nuestro ser.

Justo por eso, ese hostil e infame mundo del internet no debe ser sobredimensionado. Debe ser reducido a lo que es: un universo ficticio, en el que ni los pocos elogios, ni las muchas calumnias e insultos valen. No representan a la verdadera opinión pública; solo representan la opinión de unos cuantos, que ven en el internet y en el anonimato, con mucha astucia y habilidad, el escudo perfecto para suplir la falta de carácter y la carencia de argumentos, con agravios, injurias, falacias y ofensas infundadas, que, desafortunadamente tanto venden en nuestro país.

Los jóvenes somos las principales víctimas de esa arma que son las redes sociales, pues hemos crecido con ellas, así como ellas con nosotros: el símbolo de nuestra generación. Les atribuimos una infalibilidad patética y creemos en su contenido a ciegas. Pero con un poquito de criticismo, con un poquito de curiosidad, podemos dejar de ser las víctimas de aquella constante mentira en la que vivimos y convertirnos en su mayor benefactor.
Lo cierto es que si el debate en las redes se basara en el respeto, la tolerancia y ante todo un mínimo nivel argumentativo, la democracia se vería fortalecida en cantidades nunca antes vistas. Y esta columna es una invitación a eso: a construir sobre las diferencias ineludibles e irrevocables que nos separan. Especialmente en un momento en el que, al menos en nuestro país, los líderes políticos (con contadas excepciones, si es que las hay)
encuentran su popularidad en el rencor y la polarización: desde la más radical izquierda, hasta la más retrógrada derecha, la política en Colombia se ha convertido en un campo de batalla personal y no ideológico, como debería serlo y en algún tiempo remoto lo fue.

Y gracias a (¿o por culpa de?) ese alcance inequiparable que tienen las redes sociales hoy en día, donde casi todo el mundo tiene acceso a un celular, Colombia está como está. El debate político se ha trasladado en grandes proporciones al internet, lo que le abre las puertas a la demagogia, el populismo y la división, pues apasionadamente, terminamos siguiendo y viendo únicamente cuanta locura coincida con nuestro credo. Eso hace que nos aferremos a una idea o a un líder, en los casos de Uribe y Petro, y seamos incapaces de dejarlo ir. La triste realidad es que, si realmente queremos que el país cambie, nos tocó empezar a nosotros los ciudadanos, cuestionando, controvirtiendo, debatiendo, discutiendo y desconfiando de toda la información, porque, siendo pragmáticos, quejarse no sirve de nada.

Y me temo que frustro a quienes creen que el problema está en los políticos. La llegada de nuevos gobernantes ha sido, es y siempre será un típico caso de gatopardismo: cambiar las cosas para que al final todo siga igual.
Inicio
secciones
¿Quiénes somos?
Contacto